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UN VIAJE DE SAN SEBASTIAN A BILBAO EN 1844

 

CRONICAS DE SIRO ALCAIN



Notoria ha sido la fama de la capital de Vizcaya por su esplendidez y desprendimiento siempre que ha celebrado fiestas por diferentes motivos.

Corrida de toros ha habido en la que se esparramaron con profusión al público de los tendidos ricos, puros habanos, y cajas enteras del mismo artículo a los diestros. Este rarísimo caso de prodigalidad no ha tenido imitadores.

Celebrábanse en el año que encabeza estos renglones, notables corridas de toros bajo la dirección del célebre espada Montes. Tuvo mi padre una felicísima inspiración resolviendo que fuera a velas en compañía de otro hermanito. No había entonces diligencia ni coches a Bilbao; era menester pensar en caballerías.

Existía en San Sebastián una posada que se llamaba de Chile, aunque su dueño nada tenía que ver con la República de aquel nombre. Tenía esta posada honores de parador real de la arriería conductora de los ricos frutos de Aragón y Navarra; el dueño de dicho establecimiento alquilaba bestias; entabláronse negociaciones con dicho señor y después de repetidas conferencias se convino en doce duros por una mula con artolas y su mozo conductor; llamábase este Silvestre. El día fijado nos dirigimos al parador, en el que esperaba ricamente engalanada hermosa mula manchega; las artolas eran de madera con rejilla de cuerda; todo se hallaba cubierto de colcha adamascada con fleco de algodón que terminaba en imitación de bellotas. Tomamos posesión de nuestros asientos; como mi hermanito era mayor de edad y volumen, la gravedad del peso inclinó las artolas a su favor. Silvestre, que debía ser práctico en estos asuntos, ojeo una piedra de un montón que debía hallarse provisto para estos casos y la ató debajo de mi asiento tan fuertemente que llegó a dolerme en cierta parte.

Equilibrado y arreglado todo, emprendimos la marcha después de muchas recomendaciones, consejos y bendiciones de nuestros mayores, cual si fuéramos al Tonkin guiados por nuestro nuevo mentor. Érase este muy devoto del dios Baco, según las oraciones que rezaba en las ermitas del tránsito; llegó a sargento segundo en el ejército carlista, gracias a los principios en escritura y matemáticas adquiridos en la escuela de su pueblo, Goizueta. Nos refirió en el trayecto muchos episodios de la guerra civil, mejores para no mencionarlos ni recordarlos, porque traen a la memoria la historia de los primitivos tiempos de la barbarie, que no conduce a los pueblos más que a su ruina y desprestigio. En dos jornadas llegamos al término de nuestro viaje, asoleados y triturados; pero pronto se olvidaron aquellas amarguras con el bálsamo de las diversiones. Se hallaba la Invicta Villa muy animada y concurrida a pesar de que entonces no había ferrocarriles terrestres ni aéreos, tranvías ni vaporcitos de la ría. Se conocían en esta un especie de canoas cubiertas de madera con ventanitas. Estas canoas se volcaban con facilidad y se ahogaban los iban dentro; tampoco había plaza de Toros; organizose una en la plaza del Mercado con enormes barreras o tendidos que descansaban en el fondo del río.


Si yo tuviera los conocimientos tauromáquicos del señor Sentimientos, haría una descripción detallada de aquellas corridas; pero careciendo de ellos, me concretaré a decir que en cuatro días se mataron 44 toros, tres por la mañana, como corrida de prueba y ocho por la tarde; que los toros eran superiores, de las mejores ganaderías, habiendo también salamanquinos, especie de elefantes que obligaron a mal andar a las cuadrillas, siendo alcanzado y volteado Montes, aunque sin más consecuencia que el mieditis de que se apoderó descomponiéndole para la suerte de matar; que todos cumplieron bien, distinguiéndose el famoso picador Charpa.

Era costumbre entonces que el Ayuntamiento en cuerpo, antes de principiar la corrida, diera la vuelta de la plaza, precedido del pregonero, música, tamboril, clarines y maceros; una especie de comparsa que iba cayendo en desuso.  La concurrencia, en general, suele ir a la plaza muy alegre y bien provista de comestibles y bebestibles interior y exterior, y la emprendió ese día con la ilustre Corporación, armándose un terrible griterío mientras daba la vuelta. Se fijó el Sr. Alcalde en uno que vociferaba con notables ademanes; le mandó al alguacil para que le condujera a la prevención; se opusieron los que se hallaban a su alrededor, y el representante de la autoridad no pudo cumplir la orden. Una compañía de tropa se situaba durante la corrida en los arcos de San Antón a las órdenes del Sr. Alcalde, quien dispuso que cuatro soldados y un cabo condujeran al individuo en cuestión. El público, al ver entrar en la plaza a fuerza armada se precipitó en redondel con mayores vociferaciones, visto lo cual por el señor gobernador militar, mandó retirar a la fuerza, quedando nuevamente burlada la autoridad municipal. Se comentó mucho el incidente, se formó expediente que aún parece no se ha resuelto.

Entre las recomendaciones de nuestros mayores, había la de conocer a nuestros parientes de Bilbao, y en eso tuvimos gran satisfacción. Nos llamó la atención un señor tío por su gran afición y paciencia en domesticar animales; tenía de estos, cuatro jilgueritos muy amaestrado en varias suertes; los llevaba todas las mañanas colocados en el extremo de su bastón puesto al hombro, cual arma a discreción por las calles principales hasta el paseo del Arenal, en donde, a una señal dada volaban a los árboles, en ellos revoloteaban hasta el medio día; a la hora que regresaba el señor tío sonaba un silbido que en seguida era entendido por sus inteligentes discípulos que venían a ponerse en el bastón y en la misma forma marchaban a casa.

A los pueblos donde hay corridas u otras fiestas, acuden varias industrias ambulantes con el fin de sacar el fruto de sus desvelos. De estos acertó a llegar un Sr. Cesarini, domador de fieras con una colección de perros, monos sabios y otros animales. No podía haber llegado a la Invicta Villa nada que estuviera más en armonía con el gusto e inclinaciones de nuestro tío, así que pronto entabló relaciones con el Sr. Casarini y con frecuencia nos llevaba a que admirásemos las diabluras y brujerías que hacía aquella tropa de sabios. Tenía el Sr. Casarini en su colección un hermoso elefante que atendía al nombre de Júpiter. Le llevaba todos los días al bebedero por la calle de Bidebarrieta; se conocía en esta calle una tienda o taller de obra prima, en el que trabajaban varios maestros y aprendices. Se mofaban todos ellos de Júpiter y le insultaban al pasar llegando un día a tirarle un zapato viejo. El sabio animal continuó su majestuosa marcha sin inmutarse meditando la venganza. Tenía en aquel tiempo Bilbao ciertas costumbres en los excusados y zaguanes de las casas que estaban reñidas con el buen aseo e higiene; lo mismo sucedía con la policía urbana; así es que junto al bebedero había un charco de líquidos descompuestos que en Madrid llaman pozos negros por la abundancia que hay de ellos.

Satisfecho de su ración Jupiter, llenó su trompa de este líquido, que le llamaremos negro y al pasar frente al referido taller, propinó a aquellos artistas zapateriles un buen baño de agua y no de colonia. Celebró nuestro tío la ocurrencia, disponiendo fuéramos a felicitar al Sr. Casarini y lleváramos algunas golosina a Júpiter. El inteligente animal debía conocer ya el bondadoso corazón de nuestro buen tío, porque al verlo alzó la cabeza en ademán de saludo y olfateando, despachó los manjares que le llevábamos.

Llegaba el término de nuestra expedición. Se hallaba en el río Nervión, que mas bien debía llamarse Río de Oro, la trincadura Donostiarra, al mando de su comandante D. José Javier de Ugalde. Esta trincadura no pertenecía entonces al gobierno de S. M. sino a una sociedad de tabacos de Guipuzcoa, de la que era socio nuestro padre, quien dispuso que regresáramos a casa en la referida trincadura. El día fijado salimos de Bilbao a las seis de la mañana, llegando a San Sebastián a las seis y media de la misma tarde.

Después que doblamos el cabo Machichaco, el veterano atalayero Sr. Láhsaro enarboló la bandera de señas que indicaba trincadura tripulada a barlovento. El paseo favorito de los donostiarras era entonces por las tardes el muelle; en él vimos a parientes y amigos que nos esperaban y a otros que se paseaban.

¡Quien había de pensar entonces en tus rápidos y extraordinarios progresos, hermosa y rica Bilbao!

¡Quien te ha visto y quien te ve bella y hermosa San Sebastián.

Quiera Dios conservar por siempre la paz que disfrutamos para mayor engrandecimiento y prosperidad de ambos pueblos hermanos.

 

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