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HOMENAJE A JOSE BERRUEZO CIEN AÑO DE VIDA DE SAN SEBASTIÁN (1879-1979) OCTAVA PARTE


Aunque la primera experiencia aérea data del 9 de octubre de 1890 –el “Eolo” de Clément Ader, en Francia—cuando realmente comienza la Era de los “más pesados que el aire” es en 1903 con los hermanos Wright y en 1906 con el brasileño Santos Dumont. Vendrán luego el francés Farman y su compatriota Louis Bleriot, quien el 25 de julio de 1909 da un día triunfal a la naciente aviación saltando con su monoplano por encima del Canal de la Mancha.

San Sebastián, donde se sigue con creciente interés las hazañas de aquellos primeros héroes del aire, cuenta desde 1908 con un Real Aero Club animado por un francés –Leoncio Garnier—avecindado aquí y por tres deportistas, dos donostiarras y un vitoriano, a quien su entusiasmo por la aviación les lleva a construir un biplano que bautizan “AMA” por las iniciales de sus apellidos—Ameztoy, Múgica y Azcona—y que fue el primero en intentar surcar el aire de Vitoria. Pero antes habían contribuido a organizar la Primera Semana Aeronáutica que se celebró en San Sebastián, semana que tuvo un final dramático pues su “vedette”, el francés Humbert Le Blon, pereció al caer en las aguas de la Concha.

El 27 de marzo de 1910, Domingo de Resurrección, a las 12 y 32 minutos del mediodía, el piloto protagonista de aquella jornada, alto y barbudo como un capuchino, amarrado a los travesaños de su monoplano alzó la mano en señal para que sus ayudantes quitaran las zapatas que sujetaban las ruedas del trepidante aparato. Este tras rodar unos metros por la arena de Ondarreta convertida en pista, se lanzó al espacio dirigiéndose a Urgull bordeando la línea de la playa. Una formidable ovación surgió de los miles de espectadores que, por vez primera contemplaban en prodigio de un hombre surcando los aires a lomos de aquella especie de gigantesca libélula que pronto desapareció tras la Isla para aparecer entre ella e Igueldo encaminándose hacia Ondarreta donde a los pocos minutos tomaba tierra… Las autoridades y los organizadores de la fiesta aérea se apresuraron a felicitar al héroe de aquella proeza a quien el ministro de Fomento, el ilustre donostiarra D. Fermín Calbetón que allí se encontraba, estrechó efusivamente la mano.

A los dos días—esta vez por la tarde—Le Blon volvió a hacer un nuevo vuelo… que estuvo a punto de terminar mal pues al disponerse a aterrizar no llegó a alcanzar la arena entrando en el agua donde el aparato quedó flotando. La cosa no pasó del susto—susto también para los espectadores—más el consiguiente remojón del piloto.

El 20 hizo otra feliz exhibición y la anunciada para el 31 hubo de suspenderse a causa del fuerte viento reinante.

Le Blon, que se había ganado la simpatía del público y la amistad de los organizadores de la Semana, fue obsequiado el viernes 1 de abril con un banquete en el Hotel de Londres. La comisión de Fiestas estimó que el aviador había cumplido su compromiso entregándole los 12.000 francos convenidos y 1.000 más en concepto de gratificación. Para corresponder a esta gentileza Le Blon anunció que ofrecería una nueva exhibición, gesto éste que fue muy elogiado.

Aquella noche cayó una nevada y el piloto dijo que pese a ella intentaría volar a las cinco de la tarde.

Era el día 2, sábado,  cuando sin avisar más que a sus mecánicos y a algunos de sus recientes amigos donostiarras—Tabuyo, Albizu, Usabiaga, el barón de La Torre, Le Bloc acudió a las 3,15 a Ondarreta para hacer un breve vuelo de prueba. Se puso a los mandos del aparato; giró la hélice, trepidó el motor y salió volando a 65 kilómetros hora en dirección al Gran Casino. Al llegar sobre su vertical viró ala izquierda internándose en la bahía, pero pronto se vio que el aparato perdía estabilidad tomando, al parecer, rumbo a Ondarreta. Pero cuando estaba a unos 25 metros de la orilla cayó pesadamente al agua a la altura del Pico del Loro. La canoa de un “Mamelena”, varias lanchas y también algún espectador que estaba en la playa se dirigieron al lugar donde emergían algunas partes del fuselaje y rescataron a Le Blon que no había podido desprenderse de las correas del cinturón que le sujetaban… Llevado hasta el muelle los doctores  Celaya y Tamés trataron de reanimarle, pero todo fue inútil pues el piloto había dejado de existir. Trasladado el cuerpo sin vida al Cuarto Socorro de la calle San Marcial—donde hoy está el edificio de la Telefónica--, allí acudió la esposa de Le Blon que habiendo presenciado el accidente no creía revestía gravedad… La escena fue de un patetismo que impresionó profundamente a los que la espectaron.

El lunes en la iglesia de Santa María se celebraron los funerales a los que asistieron muchísimos donostiarras y a continuación el cuerpo del infortunado aviador fue llevado desde el Hotel de Londres hasta la Estación del Norte para su traslado a París.

Un testigo presencial del funeral y conducción de los restos mortales de Le Blon escribió estas líneas: La viuda—desconsolada y agradecida—lloraba viendo aquella imponente manifestación de simpatía y dolor que constituyeron ambos actos. San Sebastián entero se adhirió a aquellos homenajes por la memoria del aviador francés que en el breve tiempo de una semana había logrado captar, por su valor, por su pericia, por su sencillez y amabilidad, el corazón de la ciudad toda. Yo recuerdo la interminable cola de la comitiva mortuoria y puedo afirmar que en mis días sólo he visto en San Sebastián una cosa semejante; la conducción de Joshe Mari Usandizaga.

Durante cierto tiempo se especuló sobre las causas del accidente, terminando por dar por válida la explicación de que fue debido al excesivo peso del motor.

La aviación interesaba en San Sebastián y a los seis meses de la muerte de Le Blon, los socios del Real Aero Club organizaban para los días 29 y 30 de septiembre y 1 de octubre de 1910 un concurso en el que iban a tomar parte los aviadores franceses Morane y Tabuteau y el español Benito Loygorri, el primer piloto que hubo en nuestro país puesto que acababa de obtener el título el 30 de Agosto.

 

En aquel que algunos enterados llamaban “meeting” aéreo, la figura destacada para los espectadores era la del piloto bilbaíno que con sus broches, su chaqueta deportiva y su gorra de visera, a bordo del biplano “Herri Farman” con motor de 50 HP., despegó con precisión de “aeródromo” de Ondarreta. Siguiendo la línea de la Concha, pasó la barra y dando la vuelta a la isla sobrevoló el punto de salida para volver a hacer el mismo recorrido, tomando tierra a los 17´ 30” de vuelo.

Al descender del aparato en medio de una ensordecedora ovación, y tras abrazar a su madre que se encontraba entre el público, Loygorri acudió a la tribuna regia donde fue felicitado por las reinas D.ª María Cristina y D.ª Victoria Eugenia, quienes le hicieron entrega de la Cruz de Isabel la Católica.

El último día de la prueba aérea, Loygorri tuvo una acompañante: la primera mujer que voló en España, la muy agraciada y muy animosa donostiarra María Minondo; ¿sorpresa? ¿escándalo? ¿admiración?; estos y otros sentimientos suscitó en “la buena sociedad” local el gesto de aquella muchacha que quiso contemplar la Bella Easo desde las nubes… y que estuvo a punto de perecer en el empeño puesto que el biplano tuvo un fallo de motor y solo la pericia y sangre fría de Benito Loygorri evitaron el accidente acuatizando o amerizando; o sea, capotando en las aguas de la bahía, cerca de la playa y afortunadamente sin más consecuencias que un soberano remojón.

Otro acontecimiento aéreo –éste de carácter internacional—recibido aquí a bombo y platillo fue el “raid” París-Madrid que comenzó trágicamente en la capital francesa al lanzarse el aparato de Train contra la tribuna oficial matando al Ministro de la Guerra; y que estuvo a punto de acabar en las rocas de Pancorbo si hubiese sido verdad el ataque de un águila al avión Vedrines.

Este llegó a San Sebastián tomando tierra en el “aeródromo” de Ondarreta a las 10,56 del 22 de junio de 1911. Al parecer volando por la parte del mar, entre Igueldo y Santa Clara, los miles de curiosos donostiarras y forasteros que presenciaban la proeza deportiva –muy aireada por la prensa—prorrumpieron en una gran ovación que se repitió a las 11,35 cuando llegó Garrós y que fueron aislados aplausos al aterrizar, siete horas más tarde –a las 6,52, Gilbert, otro de los ases que dos días antes había despegado de París… Inesperadamente, pues se suponía que había abandonado, llegó el también francés Grammel, quien cayó al agua a pocos metros de la orilla rompiéndosele la hélice y sufriendo un buen chapuzón. Para él terminó aquí en San Sebastián el “raid”, como así mismo el día 25 para Garrós en Andoain y para Gibert en Olazagutía. Solo Vedrines pudo acabar victorioso aquella carrera París-Madrid que, dejando al margen la fábula del águila de Pancorbo, es un hito importante en la historia de la Aviación.

Y en esta historia hay una página misteriosa que se escribió en el cielo y en el agua de la Concha donostiarra: la desaparición de Emile Hanouille, joven piloto belga que a los 23 años vino contratado a San Sebastián para tomar parte en una Semana de Acrobacia Aérea, máxima atracción de las fiestas de Primavera organizadas merced a la generosa aportación del Gran Casino.

Dio comienzo el 15 de marzo de 1914. El Observatorio de Igueldo había anunciado “probable buen tiempo”, pero amaneció lluvioso y desapacible.

 

Los periódicos informaban que Hanouille despegaría de Alderdi-Eder, junto al R.C. Náutico y que aterrizaría en Ondarreta. Para una posible emergencia se dispuso que la playa de la Concha quedase totalmente despejada, cosa difícil, cuyo cumplimiento se confió a la Guardia Municipal, como se encargó a los guardias de Seguridad –a los populares “Romanones”—y a la Guardia Civil, respectivamente, mantener en Alderdi-Eder y en Ondarreta apartadas las gentes –miles y miles de curiosos—del terreno acotado por el que a la salida y a la llegada había de maniobrar el avión.

La terraza del Casino, el parque, el muelle, Urgull, Igueldo, etc., estaban como en un día de regatas… La Banda del Regimiento Sicilia nº 7 interpretaba algunas piezas de su repertorio, pero la multitud no estaba para gustar la música, atenta a la maniobra de elevar el avión en que Hanouille acababa de llegar de Biarritz, desde la playa hasta Alderdi-Eder donde se había improvisado un hangar.

Pasaba el tiempo y la gente se impacientaba, hasta que a las 2,30 el piloto belga,--  rubio, luciendo un pequeño bigote, vestido con un jersey blanco de cuello alto—subió al aparato que tras poner en movimiento la gran hélice de madera inició, teniendo la cola en la calle Hernani, su carrera remontándose sin tocar la rampa de madera que se había puesto para salvar la barandilla del paseo… Ya sobre la bahía Hanouille metió en un puño el corazón de los miles y miles de espectadores que seguían entre admirados y angustiados los audaces juegos acrobáticos que culminaron con rizar el rizo y con el escalofriante vuelo cabeza abajo. Al cabo de veinte minutos el aviador aterrizó en Ondarreta, desde donde se trasladó en automóvil haciendo un recorrido triunfal hasta el Gran Casino, donde tuvo lugar un apoteósico recibimiento, con vivas, músicas y cohetes.

Al día siguiente, lunes 15, el tiempo experimentó una ligera mejoría pero a primeras horas de la tarde comenzó a soplar un fuerte viento. Pese a ser día laborable miles de espectadores se congregaban en todos los lugares aptos para contemplar las proezas aéreas de Hanouille, quien a las 2,25 se lanzó al aire donde volvió a ejecutar los pasmosos ejercicios acrobáticos… Pero algunos espectadores advirtieron que el aparato no respondía con la “docilidad” del día anterior a las manos del piloto. En efecto, a los veinte minutos de vuelo aquella presunción se confirmó, pues desde una altura de 80 o 100 metros el avión picó de morro, entró en barrena y cayendo como un pájaro herido se sumergió en las aguas de la bahía. Pese al fuerte oleaje algunas embarcaciones se dirigieron al lugar donde había desaparecido el aparato y algunas perdonas se lanzaron desde las playa al agua… Las lanchas tardarían dos minutos, que se hicieron siglos para los espectadores en llegar hasta el avión que ya flotaba entre las olas… Le dieron la vuelta pero Hanouille no estaba en su asiento. ¿Cómo había podido desasirse de las correas que le sujetaban? ¿Habría podido, nadando bajo el agua, llegar hasta la isla? Pasaban los minutos y el aviador no aparecía… El aparato fue remolcado hasta la playa donde los guardias impidieron que los curiosos arrancaran astillas, cables y lonas para recuerdo… Se buscó entre las rocas de Santa Clara y en las de Igueldo, pero de Hanouille ni rastro… El misterio que se hizo en torno a su desaparición--¡a la vista de miles de atentos espectadores!—fue aumentando a medida que pasaron los días… Hasta se rastreó con redes el lugar del accidente sin resultado alguno.

El día 18 en la iglesia de Santa María se ofició un funeral en cuya presidencia oficial estaba el Gobernador civil marqué de Atarfe, el Teniente de Alcalde D. Adrian Navas y el Cónsul de Bélgica D. Víctor Jacquemine.

 

En otra presidencia figuraban el hermano y el cuñado de Hanouille, que habían llegado aquella mañana de París acompañando a la viuda del aviador desaparecido. Con ellos estaban D. Jacobo y D. Martín Domínguez administradores del Gran Casino.

Durante semanas los donostiarras otearon las aguas de la bahía y aún más allá de la barra y de la Zurriola esperando ver flotar entre las olas el cadáver del joven piloto belga desaparecido en el mayor de los misterios…

Pasaron los años y San Sebastián fue dando de lado a su vieja afición por el deporte aeronáutico, novedad en la primera década del siglo… En el verano de 1920 se publica en los periódicos éste anuncio: Aviación,-- Aeródromo de Lasarte,-- viajes aéreos,-- Turismo,-- Vuelos de 9 a 12 de la mañana y de 7 a 8 de la tarde. Para avisos y más detalles, teléfono 15-17… De vez en cuando algún avión comercial o alguna escuadrilla militar cruzaban el cielo donostiarra… Hasta que en verano de 1936, al comienzo de la guerra civil, el zumbido de los motores de unos aparatos nacionales fue el anuncio de la lluvia de mortífera metralla…

Años más tarde, el 8 de marzo de 1945, un potente “Heinchel” de la Lutfwaffe hitleriana hizo su aparición sobre la bahía. Posiblemente huyendo de los “cazas” aliados. Al intentar un aterrizaje de emergencia en la playa hundió el morro en la arena junto al Pico del Loro. A bordo traía al jefe rexista belga, el colaborador León Degrelle… Como su paisano Hanouille también desapareció en la Concha donostiarra—pero esta vez ya en tierra—cayendo sobre su rastro otro impenetrable misterio.

Seis años después, en su libro La campaña de Rusia, el político belga describió así su amerizaje en la Concha, cuando el avión alemán en que viajaba había agotado su última reserva de combustible.

La costa se acercaba, adelantando hacia nosotros sus rompientes, sus arrecifes, sus montes negros y verdes, casi mezclados con la sombra…

En un relámpago se nos mostró una corta faja de arena. El Heinckel, que no había bajado el tren de aterrizaje, resbaló sobre el fuselaje, a 250 kilómetros por hora. Vi saltar el motor derecho, brillante como una bola de fuego. El aparato torció y precipitose al mar, estrellándose en el agua.

El mar entraba a borbotones en la cabina hundida y nos llegaba a medio cuerpo. Yo tendría cinco fracturas. Sobre la playa de San Sebastián, ante los chalets y los hoteles, gesticulaban unos guardias civiles. Algunos españoles, desnudos como tahitianos, llegaron a nado hasta el avión naufragado.

Me subieron a un ala del bimotor, luego a una barca. Una ambulancia se acercó.

Esta vez, sí, la guerra estaba terminada.

El 2 de septiembre de 1955, en la vecina ciudad de Fuenterrabía, fue inaugurado el llamado Aeropuerto de San Sebastián, que por sus dimensiones era y sigue siendo insuficiente para las necesidades turísticas y comerciales de Guipuzcoa. Ese día, a las 5 de la tarde, tomó tierra procedente de Madrid un avión “Bristol” trayendo a bordo 43 viajeros. A las seis, con 31 pasajeros, emprendió el vuelo de regreso.

 

Lasarte, en la topografía donostiarra, es nombre que tiene resonancias deportivas; de 1923 a 1935, unido al Circuito Automovilista y desde 1956 al “Cross-country”,  ambas pruebas de categoría internacional. Pero años antes Lasarte fue escenario de un acontecimiento que trajo a San Sebastián a los potentados de medio mundo que huían de pospeligros de un conflicto bélico cuando comenzaba por extenderse por el otro medio. La guerra de 1914 a 1918, de manera especial en la Francia ocupada y en la Inglaterra bombardeada, afectó a lo que más que un deporte era un rito social nacional: Las carreras de caballos… Todo aquel mundillo del “Turf” – criadores, preparadores, jockeys, apostadores,etc.—fue arrastrado por la  vorágine de la guerra hasta tal punto que en algunos países más intensamente afectados por sus rigores llegaron a sacrificarse para el consumo los “pura sangre” sacados de sus “boxes” de los hipódromos… Caro está que no todos los caballos de carrera perecieron y como sus potentes dueños, algunos encontraron refugio a este lado de la frontera pirenaica, haciendo su primera etapa en San Sebastián. Y aquí se quedaron… Salvando las distancias fueron unos “ilustres exiliados” como los políticos franceses Deroulede y Malvy, que por esa misma época se integraron perfectamente en la “buena sociedad” donostiarra.

Corría el segundo año del conflicto europeo cuando D. Alfonso XIII, interesado por todas las actividades deportivas, animó durante su veraneo junto a la Concha a un destacado hombre de negocios francés avecindado en nuestra ciudad para que llevase adelante la construcción de un Hipódromo. Y M. Georges Marquet consiguió que en un tiempo record de diez meses quedase terminado el de Lasarte con sus bien condicionadas pistas, sus cuadras, sus tribunas y con el pabellón real al que el 2 de julio de 1916 llegaron S. M. Alfonso XIII—vestido de gris y tocado de canotier—y S. M. D.ª Victoria Eugenia—de rosa con sombrero negro—a quienes acompañaban el príncipe Raniero de Borbón. Fue esta la primera de las noventa y una reuniones que en los tres meses de aquel verano se celebraron en Lasarte, cuyas “boxes” pronto albergaron a medio millar de “puras sangre” procedentes de las principales cuadras europeas.

Esta superabundancia de caballos hizo que aumentara el número de pruebas hípicas celebrándose en 1918, del 14 de marzo al 21 de abril, una primera temporada de Primavera, que venía a complementar la de Julio y Agosto o de Verano.

El Hipódromo fue el marco ideal para que las elegantes de la “Belle Epoque” y las modelos de las grandes firmas modisteriles luciesen sobre el fondo de las tribunas o el de las pistas, las últimas creaciones de la moda cuyo centro se había trasladado de París a San Sebastián.

Y Terminada la guerra mundial los caballos extranjeros, así como sus dueños, regresaron a sus países de origen. Pero el “Turf” había prendido en Lasarte y así en 1922 se corrió el Gran Premio de San Sebastián con medio millón de pesetas—cosa excepcional pues normalmente el premio era de 125.000--, que ganó el caballo “Rubán” de la cuadra del Duque de Toledo, lo que dio ocasión a un pequeño escándalo aireado por un sector de la prensa, pues el título del propietario de la cuadra correspondía a S. M. el rey Alfonso XIII.

Pero no por eso decayó el interés por las competiciones en el Hipódromo de Lasarte como lo prueba que al año siguiente acudieron a ellas los caballos del Aga Khan.

En 1924 se suprimieron las carreras de Primavera continuando las de la temporada estival. Esta siguió celebrándose aun desaparecida la Monarquía en 1931, hasta la guerra civil (1936), reanudándose la actividad hípica en Lasarte en 1941.

La autorización a Madrid, Sevilla y Barcelona para organizar carreras de caballos hizo que el Hipódromo de San Sebastián no pudiera a nivel internacional competir con los de Longchamp, Ascot o Auteulle; pero todos los domingos veraniegos – y durante años en competición con las corridas de toros de la Semana Grande—cientos de automóviles aparcados en los accesos al campo de Lasarte y miles de aficionados llegados en ellos, en autobuses o en tren, acreditaron, y hoy en 1979 siguen acreditando, que la Hípica como deporte espectacular cuenta con hondo arraigo en San Sebastián.

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