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HOMENAJE A JOSE BERRUEZO CIEN AÑO DE VIDA DE SAN SEBASTIÁN (1879-1979) SEPTIMA PARTE



En el capítulo de diversiones públicas, el Teatro tiene en San Sebastián una antigüedad que se remonta al Siglo de Oro pues hay constancia documental que el año 1619 el Ayuntamiento reedificó la Casa de Comedias.

Ya en el tiempo que nos ocupa encontramos que el 6 de abril de 1828, Pascua de Resurrección, es abierto al público en Teatro del Café Viejo o del Cubo, establecimiento éste ubicado en el Cubo Imperial, regentado por D.ª Facunda Ortí y que daba acceso a la nueva sala de comedias que tenía un aforo de 300 espectadores, con doce palcos—uno destinado al Concejo Municipal--, lunetas de madera sin forro, una lucerna de quinqués de aceite y velas de sebo en los pasillos. Todo el repertorio del teatro neoclásico y romántico pudo ser conocido por los donostiarras en aquel pequeño “Coliseo” embutido en las viejas murallas. Cuando ya se pensaba en el derribo de estas fortificaciones, el Ayuntamiento dispuso la construcción de un teatro municipal. Con arreglo a los planos del arquitecto Echeveste fue construido con fachada a la calle Mayor e inaugurado en 1843. Había costado 337.434 reales y permaneció en su primitivo estado hasta el 29 de mayo de 1900 en que se procedió a obras de restauración.

Nuevamente restaurado en 1933 fue reinaugurado el 5 de agosto de ese año con la zarzuela El ama de Ardavín y del maestro Guerrero. Una nueva reforma ha tenido lugar en 1976. El teatro Principal sirvió de marco a dos episodios de la historia local, uno feliz y otro desgraciado; primero, cuando el alcalde de la ciudad D. Eustacio Amilibia dio lectura desde el palco del Ayuntamiento al telegrama que le había enviado el Duque de Mandas anunciando, en mayo de 1863,la autorización para el derribo de las murallas. El luctuoso ocurrió el 27 de enero de 1876,durante el sitio de San Sebastián por los carlistas, cuando una granada lanzada desde Arratsain entró en el Teatro alcanzando y destrozando las piernas a quien era su conserje, el notable poeta vasco Indalecio Bizcarrondo, “Bilinch”, que murió el 21 de julio de ese mismo año a consecuencia de las heridas. A los pocos días se celebró en el Principal una función en beneficio de su familia en la que tomó parte el actor Antonio Vico que hacía una temporada en dicho teatro.

Años más tarde—en 1899—se encontraba Vico trabajando en el mismo Principal cuando llamó a la puerta de su camerino una señora que dirigiéndose al artista le dijo:


--¿Usted no me conoce, verdad?

El gran actor contestó:

-- No tengo el gusto; al menos, no recuerdo…

Continuó entonces la recién llegada:

-- Hace veintitrés años una granada de los carlistas mató a mi marido el  poeta “Bilinch”. Yo quedé en una situación muy aflictiva. Usted se hallaba en San Sebastián y trabajó en una función destinada a proporcionarme recursos. Todos los artistas cobraron su sueldo menos usted que renunció a él a favor mío. No quiero con este pobre obsequio pagarle aquel favor, sino demostrarle que no he olvidado lo que usted hizo.

Y la viuda de “Bilinch”, entonces popular estanquera, entregó a Vico el paquete que traía: una caja de habanos.

De esta anécdota dio fe Ángel María Castell, a la sazón periodista en San Sebastián.

Tras el derribo de las murallas en 1864 se levantó en terrenos donde luego sería construido el Gran Casino un pabellón que servía alternativamente de Teatro y Circo, nombre éste por el que se le conoció. En él –lo he dicho en otro capítulo—tuvo lugar en 1870 el concierto a beneficio del pueblo navarro de Jaurrieta destruido por un incendio. Uno de los números fue el Ave María de Gounod interpretado por el tenor Gayarre, el violinista Sarasate y el maestro Guelbenzu al piano, los tres grandes artistas navarros.

Sarasate, que distribuía sus veraneos entre Biarritz y San Sebastián, estrenó aquí su Capricho Vasco (op. 24), el zortziko Miramar (op.42) dedicado a la reina D.ª María Cristina ante quien lo interpretó por vez primera, y el zortziko Iparraguirre (op. 39) también estrenado en nuestra ciudad.

Otro Teatro-circo – en la calle Aldamar—levantado en el solar del frontón “Beti—Jai”, ardió totalmente en la madrugada del lunes 29 de diciembre de 1913. Y el 27 de febrero de ese mismo año dejó de existir, víctima también del fuego, el Palacio de Bellas Artes sito en la calle Eukal—Erria. Había sido inaugurado el 20 de noviembre de 1895, construido según planos de Goicoa por iniciativa de los Sres. Camio y Egaña para ser “Templo de las Bellas Artes”. Y en efecto, además de teatro tenía en sus bajos la Academia de Música que dirigía el maestro Larrocha y la Academia de Cocina—Arte de la Gastronomía al fin de cuentas—del “chef” Ibarguren. Por su escenario pasaron grandes figuras del teatro de finales y comienzos del siglo encabezadas las españolas por la eximia María Guerrero y por su esposo Fernando Díaz de Mendoza. La famosa actriz francesa Sarah Bernhardt representó allí la comedia Frou-frou el 27 de noviembre de 1899.

El Bellas Artes sucumbió a la tentación del cine y su destrucción ocurrió precisamente cuando se estaba preparando la proyección de uno de sus “jueves de moda”

El hombre de mundo, de Ventura de la Vega, fue la obra con la que el 17 de junio de 1870 se inauguró otro Teatro-Circo, construido en el ángulo de las calles Andía y Garibay, solar que ocupa actualmente la Residencia de los Padres Jesuitas, cuya iglesia conserva la forma circular de la pista, con el altar mayor donde estaba el escenario.
                      Por cierto que un diario dio la noticia de la bendición del nuevo templo con esta titular: “Hoy ha estrenado el Teatro-Circo nueva Compañía” Las que habían actuado en el escenario de aquel coliseo tenían nombres tan prestigiosos como la soprano Emma Nevada y el tenor Gayarre, los actores Vico y Romea… y una larga lista de aficionados locales pues el circo fomentó las creaciones teatrales  de los ingenios y de los artistas donostiarras. Así el 21 de febrero de 1885 se representa en su escenario la ópera Prudente de Serafín Baroja y del maestro Santesteban; el 1 de mayo de 1886 ofrece el estreno de la revista La Bella Easo, con letras de Soroa y música de Soraluce; el 21 de febrero de 1887 se da el espectáculo de cuadros de costumbres “iruchulas”, original de los mismos autores, Iriyarena; el 4 de marzo de 1889 se estrena la ópera Iparraguirre, original de “dos conocidos jóvenes de la localidad…” Además fueron famosos los bailes de Carnaval en el Circo; y aún viven quienes sus más lejanos recuerdos infantiles de aquella sala están unidos al nombre del payaso Tony Grace y su burro Rigoletto, y los números ecuestres de la Compañía de Mr. Gay y a la “danza serpentina” de la Geraldini toda envuelta en luces y colores… ¡Ah! Y también recordarán que la entrada a galería costaba 25 céntimos… con derecho a vender la contraseña.

Pero el gran teatro, el coliseo que alcanzó los últimos resplandores de la “Belle Epoque” ha sido el Victoria Eugenia, inaugurado la noche del sábado 20 de julio de 1912 con la representación de En Flandes se ha puesto el sol, de Eduardo Marquina, por la Compañía de María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza.

El 17 de mayo de 1902 se había constituido bajo la presidencia de D. Guillermo Brunet la Sociedad de fomento de San Sebastián, --debida a la iniciativa de un grupo de socios del Club Cantábrico—que acordó llevar adelante la construcción de un hotel y de un Teatro a tono con el auge turístico que iba tomando la ciudad… Y a los diez años ya eran realidad el “María Cristina” y el “Victoria Eugenia”.

Las  obras se hicieron con arreglo a los planos del arquitecto D. Francisco Urcola y el Teatro—en cuya construcción olvidaron las taquillas—tenía la particularidad de que el patio de butacas podía elevarse hasta la altura del escenario. Por él desfilaron las mejores Compañías de siglo XX; recordemos el 11 de abril de 1914 la representación de Las Golondrinas de Usandizaga y el 30 de enero de 1918 la de La llama, obra póstuma del malogrado compositor donostiarra; el 3 de noviembre de 1920 el telón se levantó para dar paso a Parsifal. Los espectáculos líricos siempre fueron muy cuidados en este teatro donde en septiembre de 1940 dio comienzo la Quincena Musical que pronto ganó prestigio internacional.

En 1922 –el 29 de julio—se levantaba el telón de un nuevo teatro, el del Kursaal, dentro del complejo de aquel centro de recreos; por la tarde, con asistencia de S. M. D. ª María Cristina, hubo un concierto—los Preludios de Liszt—a cargo de la orquesta que dirigía Pérez Casas, más la actuación de la pareja de baile formada por Miss Thina and Girardy y como fin de fiesta el diálogo de los hermanos Quintero Lectura y escritura. Por la noche la Compañía de Mercedes Pérez Vargas puso en escena Lo cursi.

El Teatro Kursaal sobrevivió al Gran Casino que también tuvo su “bombonera” -- hoy salón de sesiones del Ayuntamiento--, por la que desfilaron grandes compañías españolas y extranjeras. En sus últimos años se dedicó preferentemente a proyecciones cinematográficas, siendo la última que se proyectó en su pantalla la del 22 de septiembre de 1972.


Pero el cine bien merece un recuerdo; nadie podía pensar en el San Sebastián finisecular que aquellos cajones instalados el verano de 1891 en el núm. 14 del Bulevar en los que a través de unas lentes se veían, dotadas de cierto movimiento, escenas de la guerra de Crimea o a la Bella Geraldini bailando su célebre “danza serpentina”, mientras que a la vez por unos tubos de goma se escuchaba la Marcha Turca o La muerte del cisne, nadie podía pensar—repito—que en aquella “novedad desconcertante llamada kinetoscopo” estaba el germen de un arte –el Septimo—y de una industria—la cinematográfica--… Mucho menos podían llegar a esta adivinación los espectadores de las proyecciones de Linterna Mágica en las casetas de las ferias de San Juan cuyos frontis llenaban con sus figuras en movimiento los barrocos y musicales orquestrófonos. Casetas de Farrusini, de Sanchís, de Rocamora que recorrían España entera maravillando a los públicos con aquellas proyecciones en colores. Y cuando los hermanos Lumiére comercializan en 1895 su cinematógrafo, San Sebastián conocerá, tres meses después que Madrid, aquel “prodigioso invento” con El regador regado, la Salida de los trabajadores de la fábrica y la Llegada de un tren a la estación, pues el 6 de agosto de 1896 en el núm. 19 de Bulevar se dará la primera proyección.

El éxito del cinematógrafo fue fulminante, como lo acredita que en los cuatro años finales del siglo XIX se instalen en nuestra ciudad media docena de “salas oscuras”; la de Rocamora en la calle Fuenterrabía; el Novedades en el Bulevar; el “Parisiana” en Hernani, 3; el Donostiarra en Guetaria, 15; el Cosmopolita en Fuenterrabía, 28; llegando a darse proyecciones en algunos cafés.

El Palacio de Bellas Artes de la calle Euskal-Erria también se pasó al cine lo que, como dejamos dicho, parece haber sido la causa de su incendio y de su ruina. El Salón Miramar—obra del arquitecto Ramón Cortazar—fue inaugurado el 1 de agosto de 1913 con una función en honor de las autoridades, pasándose unas películas y actuando el Orfeón. El Trueba comenzó el 1 de octubre de 1923 proyectando en su pantalla dos películas americanas, La falda corta en cuatro partes y El torero en dos.

En el barrio del Antiguo había a comienzos de siglo dos salas—el Cine Jean y el Cine Charola—y a medida que pasaban los años se fueron abriendo en San Sebastián más salas de proyecciones hasta completar el número de doce que hay en la actualidad, cines que ofrecieron al público donostiarra todas las novedades del Séptimo Arte—el sonoro, el color, el relieve, el cinemascope. El Toddao, el cinerama, etc. —pero además San Sebastián es desde septiembre de 1953 sede del Festival Internacional del Cine.

En el umbral de 1900, el mundo se preguntaba; ¿Qué nos traerá en nuevo siglo; un siglo tan redondo (el XX), tan rotundo como el XIX? La respuesta en San Sebastián, no era angustiada ni temerosa sino llena de esperanza puesto que el XIX había colocado a la ciudad en el camino que llevaba hacia el camino de un sonrosado porvenir… Así es que aquí ni la guerra anglo-boer en el Transvaal, ni los malos ratos de los misioneros y los diplomáticos occidentales estaban pasando en China, ni las secuelas del reciente desastre colonial español, quitaban el sueño a los donostiarras…, algunos de los cuales habían cruzado apuestas sobre si el siglo—y esta era al respecto su única preocupación—comenzaba el 1 de enero de 1900 o había que esperar un año hasta el 1 de enero de 1901… Y aunque el Emperador de Alemania acabase de publicar un Decreto declarando que el siglo XX empezaba con el 1900, lo cierto es que aquí se esperó doce meses para dar fin, con el poeta “al siglo del vapor y del buen tono—al siglo diecinueve—o por mejor decir decimonono.

La Noche Vieja de 1899 regaló a los donostiarras una temperatura estival hasta el punto que La Unión Vascongada escribía al día siguiente: Ayer circulaba la gente por todos los paseos públicos como en varano, molestando la ropa de abrigo, y por la noche hasta se buscaba el fresco con agrado. La temperatura máxima pasó de los 23 grados y constantemente estuvo el termómetro entre 18 y 20 grados.

Dicho día hubo misa a media noche, no porque la Iglesia admitiera que a esa hora se producía el tránsito de un siglo a otro, sino porque daba comienzo el Año Santo. Las parroquias de Santa María y San Vicente que echaron a vuelo las campanas e incluso dispararon cohetes, se vieron llenas de fieles, como lo habían estado a las cinco y media de la tarde el Buen Pastor y la iglesia de El Antiguo… Pero en medio de aquel ambiente de paz ciudadana al menos un donostiarra no la tuvo; un chico de dieciséis años que a media noche intentó suicidarse lanzándose al mar por el puente Santa Catalina, cosa que impidieron el sereno y algunos trasnochadores que disfrutaban de la bondad del tiempo.

En cambio al año siguiente, el martes 1 de enero de 1901 en que verdaderamente comenzaba el siglo XX, el tiempo fue realmente infernal pues desde hacía días un furioso vendaval azotaba el mar y la ciudad.

En la bahía los barcos pesqueros tuvieron que levar anclas y refugiarse en Pasajes; y en el paseo de la Concha, en el Monte Ruso del Parque de Alderdi-Eder, en los paseo de los Fueros, Atocha y Bulevar el viento tronchó gruesas ramas de los árboles. Aquel día los aguaceros, granizadas y chubascos con vientos huracanados del NE y ventarrón del SO, fueron la nota dominante. A las seis de la mañana se desencadenó una fuerte tormenta de truenos y relámpagos cayendo varios rayos en las inmediaciones de la ciudad. A mediodía en el Bulevar “una anciana de sesenta años”, D.ª Concepción Beovide, fue derribada por el fuerte viento sufriendo la fractura de hombro derecho, y a las cuatro de la tarde otra racha lanzó por tierra en el puente de Santa Catalina a otra señora fracturándole el brazo izquierdo causándole heridas en la nariz, frente y mano.

Pero pese al temporal la gente salió de casa para ir al Circo, donde había baile de cuatro a ocho y de nueve a una, o bien refugiarse en el Principal y ver a las tres y media la zarzuela El húsar o en la siguiente función, a las ocho, deleitarse con las tres joyas líricas; El Santo de la Isidra, La Revoltosa y la Verbena de la Paloma. Otras en cambio se fueron al Palacio de Bellas Artes en la calle Eukal-Erría donde el “Cinebiógrafo Lumiere” ofrecía tres funciones con películas como Batalla de Almohadas, Desfile de Lanceros, Los apuros de Cleto y Baile en el Olimpia, ésta en color, dándose en los intermedios proyecciones de linterna mágica.

Huelga decir que el nuevo siglo fue recibido a las doce de la noche del día 31 con misas solemnes en Santa María, San Vicente y el Buen Pastor. A la de la iglesia matriz –iluminada con focos de luz eléctrica—asistieron las autoridades y en ella el coro parroquial reforzado con elementos del Orfeón del Centro Católico cantó la misa acompañado al órgano por el maestro Santesteban. Y huelga también decir que el siglo XX fue recibido con alardes gastronómicos muy propios de una cena de Noche Vieja y un banquete de Año Nuevo.

Para quienes tengan curiosidad por saber lo que a las “etxekoandres” donostiarras costó abastecer aquellas mesas familiares o bien deseen establecer comparaciones con la economía familiar de comienzos del sigo XX, les diré los precios que rigieron en los mercados de entonces:

Gallinas de 6,50 a 9 pesetas; perdices de 4,50 a 5 pesetas el par; liebres a 4 pesetas; cordero de 10 a 12 pesetas unidad; solomillo de ternera a 3 pesetas kilo; jamón a 5 pesetas kilo; chorizo 3,50 kilo; merluza 2,50 kilo, congrio a 3 y besugo a 1,50. Las manzanas a 0,30 la docena; las nueces a 1,25 el celemín y las castañas a 0,75. Las patatas a 0,20 kilo y las alubias a 2,25 el celemín; los huevos a 1,40 la docena, la leche 0,25 litro y el queso del país 2,50 el kilo.

El vino tinto—“Rioja Alta etiqueta dorada”—a 2 pesetas botella, “El Marqués de Riscal” cosecha 1896 a 2,50… y devolviendo el casco vacío entregaban 25 céntimos.

Se comprende que con estos ingredientes gastronómicos a los donostiarras no les quitase el sueño ni la guerra del Transvaal, ni la ofensiva xenófoba en China, sangrientos acontecimientos que a lo largo del año llenaron las columnas de los periódicos y bajo cuyo dramático arco el mundo había entrado en un nuevo siglo.

No había pasado un cuarto de siglo desde que el francés Muchaux inventara el velocípedo, cuando los jóvenes donostiarras se atrevían a encaramarse en aquella gigantesca rueda del biciclo para lucir su estampa de “sportmen” ante los atónitos ojos de las damiselas asistentes al concierto del Bulevar.

La afición al ciclismo prendió en San Sebastián con tal fuerza que ya en 1887 la empresa del Gran Casino dispuso habilitar un pequeño Velódromo entre la terraza del recién inaugurado centro de recreo y el parque de Alderdi-Eder. No era de grandes proporciones, pero en su pista el vasco-francés Loste, que había tomado parte en bastantes pruebas ciclistas en Burdeos, hacía exhibiciones y ganaba carreras a los aficionados donostiarras que pronto perdieron el miedo  a cabalgar en los esquemáticos si que pesados vehículos de dos ruedas.

Que el gusto por el deporte, y quizá también por el riesgo, velocipedista fue en aumento nos lo dice un acuerdo municipal del 10 de junio de 1891 autorizando al Sr. Comet a construir una barraca para almacén y reparación de velocípedos en terrenos del Paseo de San Francisco próximo al Velódromo de Atocha, que había sido inaugurado con asistencia de la Reina Regente el 27 de agosto de 1888. De M. Comet, francés avecindado en San Sebastián, se cuenta que enseñando a montar en bicicleta a S. M. el Rey, que a la sazón tenía nueve años, ante la audacia e intrepidez del regio alumno en inminente riesgo de dar con su cuerpo en tierra, exclamó olvidando todo protocolo: “Lache le pedal et prend le guidon. Le petit magesté va se casser gueule”.

Fue también Monsieur Comet quien introdujo la novedad de la rueda neumática, lo que hizo ganar velocidad a aquellas bicicletas finiseculares que pesaban 18 y aún 20 kilos, sobre las que en el Velódromo de Atocha competían los ases europeos Benker, Poulain, Ponchaois junto a los indígenas Labadie, Carrasquedo, Elizalde, Machefert, Verde, Echeverría, etc., todos ellos dignos de la admiración de los miembros de la Sociedad o Club Ciclista de San Sebastián y de los del Veloz Club, entidad deportiva que tuvo gran arraigo en la ciudad y que ya el 14 de septiembre de 1895 había organizado la carrera San Sebastián Madrid, de 535 kilómetros, que fueron recorridos en poco más de 24 horas por Pedrós, que llegó a la capital de la nación a las 8 de la tarde del día 15, seguido de Lapuente, Caballero, Gomila, Echeverría y Elgueta, bien conocidos por los habituales al Velódromo donostiarra.


El deporte sobre los vehículos de dos ruedas ha tenido aquí muchos adeptos, siendo San Sebastián fin de etapa y aún de carrera en pruebas de gran envergadura como la Vuelta al País Vasco, el Tour de France y la Vuelta a España.

Allá por los años 20 el motorismo también tuvo entre nosotros bastantes cultivadores; recuérdese la estampa de aquellas “Harley Davidson” y de aquellas rojas “Indian”, pesadas máquinas sobre las que el rubio Landa en competencia con Sansinenea ganaba en la subida a Igueldo... Y los coches, los automóviles, desde el silencioso eléctrico del duque de Mandas, el primer vehículo de esa clase que hubo en Donosti, hasta aquellos “Canard Evasor”, “Peugeot”, “Delate”, “Hispano-Suiza” y los primeros “Ford-T” de alta silueta, cuyos motores llenaban de ruidos y de sustos las calles de la ciudad en la primera y segunda década del siglo XX, Poniendo de manifiesto, pregonándolo a toque de trompa de sus retorcidas bocinas, que en punto a afición al automovilismo, San Sebastián nada tenía que envidiar a Madrid y a Barcelona.

 Así y con ocasión de la Feria de Muestras celebrada en Amara en el verano de 1923, se organizó una competición internacional de motocicletas y de automóviles que tuvo lugar en el entonces bautizado como Circuito de Lasarte durante los días 23 al 26 de julio denominándose Gran Semana Automovilística de San Sebastián.

Presidente de honor fue el Rey Alfonso XIII, siéndolo del Comité Ejecutivo el alcalde de la ciudad D. Felipe Azcona.

Tomaron parte en las competiciones 23 motos, 24 autos, y 28 coches de carrera, pero a causa de una defectuosa organización no pudieron pagarse los premios. Ante el desprestigio que ello suponía para la ciudad y la amenaza de la Federación Internacional del Automóvil de vetar a San Sebastián y a España para montar en lo sucesivo pruebas internacionales, el Ayuntamiento abonó el importe y dándose cuenta del interés que para una ciudad turística podía tener la organización de esa clase de pruebas deportivas, confió a destacados aficionados la del próximo año. De esta manera nació el Real Automóvil Club a cuyo cargo corrió la organización del que popularmente se llamó “Circuito”. En el de ese año 1924 el donostiarra Eduardo Landa ganó la prueba de motos haciendo los 150 kilómetros de recorrido en 3h. 50´ 16” y el gran premio de autos de turismo fue para Satrústegui, que en su “Bugatti” hizo los 106,500 kilómetros en 1h. 14”, a 86,667 por hora.

El año 1926 se corrió el 25 de julio, el Gran Premio de Europa que lo ganó (50.000 pesetas) Goux sobre “Bugatti” haciendo una media de 113,531 kilómetros.

Consolidada la organización del Circuito, que era una de las grandes atracciones del verano donostiarra, se celebró ininterrumpidamente hasta 1931 no corriéndose ni ese año ni el siguiente como consecuencia del cambio de régimen político habido en España.

Reanudado el Circuito hubo pruebas en 1933, 1934 y 1935 siendo ésta su última edición, que, con carácter de Gran Premio de España, fue ganada por Caracciola sobre “Mercedes” cubriendo el trayecto en 3h. 9´ 59” a una media de 166,045. Recibió como premio la Copa del Presidente de la República y 20.000 pesetas; el segundo premio fue para Fagioli y el tercero para Barauschech… Nuvolari, uno de los favoritos, hubo de abandonar en la octava vuelta.


El Circuito de Lasarte era dentro de los festejos del verano una fiesta, una gran fiesta multitudinaria, que traía hasta San Sebastián a miles y miles de forasteros, llegados especialmente de Francia y de las provincias limítrofes, los cuales, en las tribunas y en las campas por cuyos linderos discurría la cinta de asfalto de la carretera, se entusiasmaban con las proezas de aquellos ases del volante y con las excelentes “prestaciones” de sus bólidos…

Estábamos ya en plena era del motor como lo acreditaron los 20.000 automóviles estacionados en improvisados aparcamientos campestres durante aquella jornada de 1935, última del Circuito de Lasarte o del Circuito Internacional de San Sebastián.

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