HOMENAJE
A JOSE BERRUEZO CIEN AÑO DE VIDA DE SAN SEBASTIÁN (1879-1979) SEXTA PARTE
La estatua de Oquendo
tiene historia. No solo la que protagonizó el gran Almirante, sino la de la
estatua en sí.
Porque desde que el historiador
D. Nicolás Soraluce—que murió sin verla realizada—la resucitó en 1883 el
concejal D. Victoriano Iraola quien sugirió la apertura de una suscripción
popular y estudiar cómo Barcelona había erigido en el puerto la estatua de
Colón. La Diputación suscribió con 5.000 pesetas y el Consejo de Ministro por
R. O. de 17 de junio de 1886 concedió cinco toneladas de bronce de cañones
inútiles
Al año siguiente—el 5 de
septiembre de 1887—se colocó la primera piedra asistiendo al solemne acto la
Reina D. ª María Cristina, el Obispo de la Diócesis, las autoridades civiles y
militares y muchísimo público, ocupando
destacado lugar el autor de la obra, el escultor bregares Marcial Aguirre…que a
lo largo de los veintidós años de historia del monumento acreditó una paciencia
a prueba de impertinencias edilicias y de chismes de vecindad.
En julio de 1981 solo
estaban instalados el pedestal y las estatuas de la guerra y la marina. Ese
mismo año una nueva comisión acuerda abrir una nueva suscripción que al cabo de
un mes hubo de ser suspendida pues solo se había recaudado 4.108,20 pesetas,
más dos cuadros regalados para su subasta por Miguel Altube y Antonio Pirala.
Marcial Aguirre presenta
un nuevo presupuesto—20.000 pesetas por la estatua modelada en barro y 40.000
fundida en bronce—que pareció caro a la Real Academia de Bellas Artes, la que
lo rebajó en 5.000 pesetas y recomendó algunas modificaciones en la
indumentaria y persona de Oquendo, modificaciones que dieron motivo para muchas
discusiones en el Salón de Sesiones del Ayuntamiento.
El 17 de octubre de 1893
se pidió nuevo informe a la Academia de Bellas Artes que, tras tomarse cinco
meses para contestar, lo hizo condoliéndose
de que una obra de suyo tan sencilla y simpática para los amantes de las
glorias patrias se demorase tanto. Aquella amable reprimenda surtió efecto
y diez días después de recibirla, el 12 de marzo de 1894, la Comisión especial
de la estatua acuerda acelerar los trámites, y aunque el Ayuntamiento prometió
no poner obstáculos hubo ediles que trataron de ponerlos… Y por fin, el
concejal
D. Javier Luzuriaga y el
escultor D. Marcial Aguirre fueron a Barcelona para supervisar en los talleres
Masriera la fundición de la estatua… pero para colmo de males, en el momento de
volcar en el molde el metal líquido, se rompió aquél destruyéndose
completamente la obra…, lo que echó por tierra los proyectos municipales para
su inauguración cuando ya todo estaba en San Sebastián dispuesto.
Mas a grandes males
grandes remedios y el 12 de septiembre de 1894 se procedió a la inauguración
con asistencia de la Reina, que en aquel momento hizo entrega de la Medalla del
Mérito Naval al alcalde Sr. Lizasoain… Pero lo que muchos no sabían era que la
estatua de Oquendo que ocupaba el alto pedestal no era la de bronce sino el
modelo original en yeso al que se había dado una capa impermeabilizadora para
defenderla del sirimiri donostiarra.
La estatua definitiva,
la fundida en bronce en Barcelona, fue izada a su emplazamiento sin ceremonia
alguna a las nueve y media de la mañana el 18 de marzo de 1895, y allí quedó
sujeta por dos grandes tornillos.
La estatua de Oquendo
mide 3,50 metros
hasta la cabeza y 4,80 hasta la punta de la bandera; pesa 2.700 kilos y el
bronce tiene dos centímetros de espesor. El coste total del monumento fue de 115.000
pesetas.
En el San Sebastian del
siglo XIX había una casita de fachada encalada—la nº 2 de la plazuela Lasala--,
entre la de Mercader y el Gobierno Militar, popularmente conocida como la “Caja
de Música”, pues en ella tenían su sede el “Orfeón”, “La Unión Artesana” y la
“Amistad Donostiarra” tres entidades en cuyos fines asociativos la Música era
la nota dominante. Porque tan elogiable melomanía fue en aquellos año como una
endemia que extendiéndose por la ciudad unió en el culto de las Bellas Artes a
todas o a casi todas las clases sociales, lo mismo a clérigos que a laicos, a
artesanos que a comerciantes, a hombres de carrera liberal que a contratistas
de obras, a la gente de mar y a los trabajadores de tierra… En San Sebastián la
música, especialmente la música coral, vino a ser factor cultural y sociológico
proyectado sobre la etología ciudadana y, en consecuencia, una de las claves
explicativas del donostiarrismo o de la razón de ser donostiarra.
Los ochotes y dobles
ochotes, escolanías, coros y orfeones tienen aquí solera de siglos, aunque si
nos limitamos al XIX y a lo que va del XX encontraremos en 1865 el Orfeón
Easonense bajo la dirección de José Juan Santesteban (1809-1884), el viejo
“Maisuba”, maestro de capilla de la parroquia de Santa María, que, además, en
1830 había fundado la banda de música de los “Gamberros” formada por muchachos
de la localidad. Se sabe de una actuación de aquella masa coral en función de
los vecinos de Jaurrieta, pequeña aldea Navarra
destruida por un incendio. Desde luego no fue ajeno a esa iniciativa el genial
violinista Pablo Sarasate, que compartía sus veraneos con la vecina playa de
Biarritz, el cual tomó parte en la velada celebrada en el viejo circo de
Alderdi Eder en cuyo solar más tarde se alzaría el Gran Casino.
Al Orfeón Easonense le
sucedió la Sociedad Coral fundada en 1882 bajo la dirección del chantre de
Santa María D. Ángel Sainz (fallecido el 15 de diciembre de 1905). Elementos de
esta agrupación integraron el coro que en 1896 cantó en Mondragón, donde estaba
reunida la Junta General, algunos de cuyos próceres estimularon la fundación
del Orfeón Donostiarra cuyo nacimiento oficial lleva la fecha del 20 de enero
de 1897.
Pero para entonce hacía años que la “Unión
Artesana”, uno de los inquilinos de la “Caja de Música” de la plazuela de
Lasala, había tomado el acuerdo de comprar un piano por lo que el 31 de
diciembre de 1871 se pagaron 4.150 reales.
El Orfeón Donostiarra
tuvo por primer director a Norberto Luzuriaga, a quien pronto sucedió Miguel
Oñate, que al marcharse a América en 1899 dejó un hueco rellenado en 1902 por
Secundino Esnaola, exseminarista que cambió la sotana por la batuta, llevando
la masa coral al escenario de todas las solemnidades ciudadanas donde pondrá,
como estampa característica de la musicalidad donostiarra, un friso de
chaquetas negras, chalecos blancos y boinas rojas presidido por un estandarte
del que aún no cuelgan muchas “corbatas”. Estas llegarán con los siguientes
laureles en 1903 y 1906 cuando en los concursos internacionales de Royan y de
París las voces donostiarras ganen el Gran Premio de Honor y la consagración
como la primera masa coral de española.
Muerto Esnaola en 1929
el Orfeón siguió su carrera de éxitos pronto bajo la batuta del maestro Juan
Gorostidi, quien de 1930 a
1969 hizo que sus orfeonistas ganasen ante los más exigentes auditorios
españoles y extranjeros el título de “Maestros Cantores de San Sebastián”,
obteniendo el reconocimiento oficial del Ayuntamiento donostiarra el 9 de
diciembre de 1932 les otorgó la Medalla de Oro de la Ciudad.
El Orfeón
Donostiarra—que en sus primeros años ensayaba en la Sala de Subastas de la Caja
de Ahorros Municipal y que en 1979 disfruta de una sede social proporcionada
con la colaboración de ésta misma entidad—fue ya entrado el siglo XX el
semillero del que se nutrieron nuevos coros, y sus éxitos del estímulo para que
aquí surgieran nueva agrupaciones de música vocal. Basta recordar los nombres
de la Coral Santa Cecilia con su director D. Inocencio Gaztelumendi, el Coro
Easo con el Maestro Galarza, el Euzko-Abesbatza dirigido por aquel gran bajo
que fue Gabriel Olaizola, el Coro Maitea de voces blancas creado por la
ejemplar profesora María Teresa Fernández Usobiaga, la Schola Cantorum de N.ª
S.ª del Coro y también la del Buen Pastor, Stella Maris, etc.
San Sebastián en los
años finales del sigo XIX y en los primeros del XX pudo con justicia apropiarse
el título que se dio a aquella casita de la plazuela de Lasala y ser la “Caja
de Música”, una colosal “Caja de Música” rebosante de notas, de acordes, de
ecos, de resonancias… Porque a las masas corales ya citadas y a las que
involuntariamente se han quedado en el tintero, habría que añadir los conjuntos
instrumentales, desde los sextetos que amenizaban las veladas en los cafés y las
primeras proyecciones del cine mudo, hasta las orquestas sinfónicas que, bajo
las batutas de Arbós, de Larrocha, de Usandizaga, de José Mª G. Bastida, de J.
Bello-Portu, han animado la vida musical donostiarra desde los conciertos del
Gran Casino hasta los de Cultura Musical, fomentando una afición que justificó
desde 1939 la existencia de la Quincena Musical con la que sus
organizadores—los Ferrer, padre e hijo—ganaron para San Sebastián la atención y
el aplauso de los melómanos europeos. Y a nivel popular la vida musical
donostiarra tuvo desde el 10 de noviembre de 1886 una Banda Municipal que,
dirigida por grandes maestros como Milpager, Roig, Bressoner, Guimón, Rodoreda,
va a elevar desde el quiosco del Bulevar, con valses, polcas, oberturas y
fantasías en los atriles de unos profesores músicos –cuyos uniformes habían
sido confeccionados en París--, el “tono” de ciudad-balneario-europea que tenía
San Sebastián.
Y no cerraré este
capítulo sin mencionar los nombres de artistas singulares que a lo largo de los
año mantuvieron encendido—como antaño se decía—el “fuego sagrado” de la afición
musical donostiarra: José Juan Santesteban (1809—1884), antes citado, el
“Maisuba”, compositor, profesor, ejecutante, maestro de capilla en Santa María
y propietario involuntario autor del Himno Carlista “Oriamendi”, pues en este
monte próximo a San Sebastián los soldados del Infante D. Sebastián se apoderaron
de los instrumentos y los papeles que la charanga que iba a interpretar, en su
vuelta triunfal a la ciudad, la marcha o kalegira compuesta por el “Maisuba”… y
que—botín de guerra—sirvió a los carlistas para poner música al “Por Dios, por
la Patria y el Rey…”
José Antonio
Santesteban, hijo de Juan José y como él organista y maestro de capilla de
Santa María (1835—1906), fue con el crítico musical Peña y Goñi quien más
influencia tuvo en el renacimiento musical de San Sebastián; compositor de la
ópera Pudente—letra de Serafín
Baroja—en 1879, autor de motetes, himnos, música de cámara y armonizador de
canciones folklóricas—Ume eder bat…-- puso
su talento y su formación musical al servicio del pueblo. De convicciones
liberales tuvo la humorada de escribir para su propio entierro una Marcha
Fúnebre… con el tema del Himno de Riego.
Pero quien conservó en
su mano el cetro, hecho batuta, de la música popular donostiarra fue Raimundo
Sarriegui (1838—1913), autor de la Marcha
de San Sebastián, del Festarra, de Illunabarra, de Tatiago, de Iriyarena y
cuantas composiciones animaron fiestas, cabalgatas y comparsas en el San
Sebastián finisecular.
Mención especial debe
hacerse a José María de Usandizaga –“el llorado Joshe Mari” de tantas y tantas
crónicas--, al que una cruel enfermedad
cortó la existencia cuando mucho podía esperarse de la inspiración del autor de
Mendi Mendiyan, de Las Golondrinas, de La Llama, por solo citar sus tres obras mayores.
Usandizaga –que había
nacido en 1887—falleció el 5 de octubre de 1915 siendo su muerte un día de luto
para San Sebastián.
Otros músicos
donostiarras con proyección nacional son el capuchino Padre Donostia (en la
vida civil José Gonzalo Zulaica), nacido en 1886 y fallecido en 1956,
compositor de música religiosa y profana entre la que destaca sus Preludios Vascos; Beltrán Pagola
(1878—1950), notable por su labor docente en el Conservatorio Municipal y
celebrado por la inspiración de sus obras sinfónicas; Pablo Gorosabel (1897),
Tomás Garbizu (1901, Francisco Escudero (1913), Jordá de Gallastegui (1911),
Ramón Usandizaga (1889—1963), el maestro D. José Olaizola (1883—1969),
excelente compositor y organista de Santa María propulsor del bello espectáculo
musical Saski-Naski, Torre Múzquiz
(el alcalde Aguirre Miramón), “Leo de Silka” (el marqués de Rocaverde), el
musicólogo Francisco Gascue, Germán Cendoya, Ramón Camio, los organistas Luis y
Juan Urteaga, César Fuentecilla, Larrocha, Figuerido y el arpista de fama
mundial Nicanor Zabaleta.
******************************
La celebración del día
de San Sebastián tuvo, junto a las solemnidades religiosas, animadas fiestas de
contenido profano siendo entre ellas la más característica la Tamborrada que en
sus orígenes, allá por el mil ochocientos treinta y tantos, fue una kalejira
con música de Santesteban y acompañamiento de barriles. La Tamborrada, que en
horas de la madrugada recorría las calles donostiarras, tuvo a partir de 1860
su propia Marcha compuesta por el maestro Sarriegui quien también escribió Iriyarena, música para la “sokamuturra”,
el festejo del buey ensogado.
Con la tamboreada daba
comienzo el ciclo del Carnaval para terminar el miércoles de ceniza y el
Domingo de Piñata con el Entierro de las Sardina. A lo largo de esas semanas,
con toro ensogado en la Plaza de la Constitución todos los domingos, se
desarrollaba el programa que una Comisión de Fiestas había preparado
cuidadosamente. Uno de los más celebrados fue la comparsa de Caldereros que
salía el 2 de febrero, día de la Candelaria. Ya en 1828 había habido una
comparsa de Caldereros Turcos, pero la que ha durado renacida hasta nuestros
días, la de los “Caldereros de la Hungría” que son la “vanguardia del alegre
Carnaval”, la de los coros y pasacalle escritos por Sarriegui, data de 1884.
Dos años antes una
Cabalgata, organizada por “La Fraternal” y “La Artesana” presidida por el dios
Momo, había desfilado por las calles donostiarras acompañando al dios del
Carnaval casi todos sus colegas del Olimpo—Apolo, Neptuno, Vulcano, Ceres,
Marte, etc. – en sus carrozas, escoltados por gentes de a pie disfrazadas de
tritones, de delfines, de cíclopes, de pigmeos, etc.; aquel festejo bien puede
ser considerado como el primer gran Carnaval que el año 1882 se celebró en San
Sebastián.
En vista de su éxito se
repitió durante otros años, siendo uno de los más famosos el de 1900, que entre
sus espectadores tuvo al Príncipe de Gales, luego Eduardo VII de Inglaterra.
En la organización de
estas fiestas colaboraron la Unión Artesana, el Veloz Club Donostiarra, el
Círculo Easonense, el Real Club Náutico, el Club Cantábrico, la Sociedad
Económica de Amigos del País y el Gran Casino, cuya aportación dineraria era
muy estimable, puesto que solo el desfile de carrozas costó 113.000 pesetas… de
las de 1900.
Para dar una idea de la
espectacularidad del Carnaval de ese año reproduciré el Orden de la Comitiva
tal como en su día se publicó:
1º Heraldos y timbaleros
a caballo con trajes de época.
2º Cañonero “Krüger” con
dos chimeneas, simulando flotar en el mar. A los lados del barco varios
soldados “boers” sirviendo cañones que disparaban confetis.
3º Grupos de lampernas,
muscullos y lapas.
4º Carroza de la Bella
Easo.
5º Carroza de los
vinateros y los toneleros, representando una gran tinaja decorada con
sarmientos y hojas de parra. A los lados de la tinaja dos cubas de las que
salía vino constantemente.
6º Grupo de panaderos
simulando dos barras de pan y una señorita en el centro bajo un dosel formado
por espigas de oro.
7º Carroza de la
Esgrima, adornada con armas heráldicas, presentaba un trono cubierto de
terciopelo rojo pálido; en él iban cuatro señoritas vestidas de raso lila con
sombreros “marquise” y peluca del mismo color.
8º Grupo del Veloz Club
Donostiarra, representado por dos filas de ciclistas con sus máquinas adornadas
de flores.
9º Carroza de los
pintores, los litógrafos, los fotógrafos, los sastres y los zapateros, que
llevaba en primer término un tintero y una salvadera entre los cuales iba un
bufón arrojando confetis y serpentinas. Detrás una imprenta, un escaparate con
zapatos y unas grandes tijeras de sastre.
10º Una gigantesca
cocina económica de cuyas ollas salían ratones, perros y gatos. Tras la carroza
un grupo de cocineros y cocineras.
11º Carroza de los
carpinteros con muchachos ejecutando obras de carpintería y grandes emblemas
vivientes representando la Ciencia y el Arte.
12º Grupo del Club
Náutico: una carreta andaluza adornada de flores y ramas con una cuadrilla de
gitanos en plena juerga flamenca. Detrás otro carro con una familia de turistas
extranjeros que después de recorrer España se había quedado a presenciar el
Carnaval de San Sebastián.
13º Los cafeteros
presentaban un original servicio de café con la reproducción animada de todos
los objetos de que consta.
14º Carroza de
albañiles, canteros y similares. Estaba compuesta por dos cuerpos; uno simulaba
una cantera sostenida por una grúa y la otra dos torreones de mármoles de
Chiritoquieta.
15º La carroza de los
herreros y linterneros representaba un gigantesco fuelle de fragua y un cíclope
sentado en un trono con atributos de la cultura egipcia. La carroza era
arrastrada por cuatro caballos alados estando presidida por una alegoría de
Vulcano.
16º El Club Cantábrico
presentaba en su carroza un castillo antiguo desde cuyas almenas unos guerreros
castellanos disparaban con un gran cañón paquetes de confetis y caramelos.
17º La última carroza
era del gremio de tejidos, que se exhibió a medio construir.
El primero y segundo
premio fueron adjudicados a las carrozas de Esgrima y del Club Cantábrico, que
renunciaron a favor de los demás concurrentes.
Complemento de este
desfile carnavalesco, en el que figuraban además de comparsas de a pie y varias
bandas de música, fue una notable reconstrucción histórica; el Paso Honroso de
Suero de Quiñones. He aquí como nos lo relata un testigo presencial:
A las once publicó el bando un alguacil que iba acompañado
de dos portaestandartes, cuatro clarineros, dos pajes y cuatro soldados de a
caballo y anunció a viva voz las condiciones a que debía sujetarse el torneo
que tendría lugar en la Plaza de Toros.
A las tres de la tarde un numeroso público llenaba todas las
localidades del Circo taurino, y media hora después apareció en la plaza un
lujoso landeau, arrastrado por cuatro magníficos caballos a la Gran Dumont,
cuyos asientos estaban ocupados por el dios Momo que lucía un precioso traje de
arlequín con la Bella Easo y dos damas de honor ataviadas con elegantísimos
vestidos de variados colores y oro. El carruaje conducido por un cochero
ataviado al estilo del país dio la vuelta al redondel en medio de nutridos
aplausos, deteniéndose ante la meseta del toril en la que se instalaron sus
ocupantes.
A continuación y al son de una marcha hizo su aparición el
caballero retador D. Suero de Quiñones escoltado por un lucido cortejo de
ochenta y cinco escuderos, pajes, palafreneros, portaestandartes, heraldos y
soldados, situándose en la tribuna a él destinada.
Seguidamente se presentó un heraldo y lanzó el reto en alta
voz, entrando en la plaza el caballero D. Juan Freire de Andrade con un séquito
semejante al de D. Suero a quien tocó el escudo con el regatón de la lanza en
señal de aceptación del reto, y fue a situarse con los suyos en otra tribuna.
Tras cumplir con los formularios del desafío y elegir los
escuderos de ambos caballeros las armas que los reyes presentaron y nombrados
los correspondientes padrinos, hizo su entrada en el ruedo la Reina de la
fiesta. Iba en litera precedida por clarineros y escuderos y seguida por los
jueces de campo, soldados, bailarines y bailarinas.
Los caballeros contendientes se presentaron en el lugar del
torneo vestidos con armaduras de hierro
y cascos de celada, montados en briosos caballos que lucían lujosos
mantos de seda, oro y plata. Tras los saludos de cortesía comenzó la lucha que
duró aproximadamente quince minutos durante los cuales D. Suero rompió tres
lanzas y D. Juan dos siendo declarado vencedor el caballero Quiñones.
Terminado el combate dieron comienzo las fiestas en su honor
celebrándose un baile, en el tomaron parte dieciséis parejas, seguido del juego
de la sortija por los nobles de cada uno de los cortejos, terminando el
festival con un coro cantado por cien orfeonistas acompañados por igual número
de músicos dirigidos por el maestro Rodoreda.
Y estos Carnavales de
1900 dieron fin pasados por agua en el Entierro de la Sardina para el que
Sarriegui compuso una marcha semi-seria y el arquitecto D. José Goicoa diseñó
una carroza—túmulo donde fue colocada la gran sardina que había de ser inmolada
en el Parque de Alderdi Eder tras una danza macabra. Pero tanto ésta cuanto la
observación del cielo por los astrólogos y la elevación de un “Montgolfier” que
llevaría hasta el espacio a la monstruosa sardina, se vieron deslucidos por la
lluvia que al arreciar fundió los fusibles cortando los efectos luminotécnicos
que había de realzar el espectáculo. Este terminó a la luz de las bengalas y
antorchas que pusieron fantásticos reflejos en los cientos de paraguas bajo los
que se refugiaban los curiosos espectadores de aquellos Carnavales de 1900.
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