HOMENAJE
A JOSE BERRUEZO CIEN AÑO DE VIDA DE SAN SEBASTIÁN (1879-1979) NOVENA PARTE
Otro deporte espectacular
o espectáculo deportivo importado de Gran Bretaña, había prendido también en
nuestra ciudad: el “rugby” que a finales del pasado siglo (XIX) comenzaron a
jugar en el Velódromo de Atocha los muchachos de Club Ciclista con un balón
ovalado que el donostiarra Santos Eizaguirre había enviado desde Londres a su
amigo Francisco Lafont, animador de cuanto fuese “sport”…
No tardaron mucho
aquellos “rugbymen” en hacerse con un balón redondo, organizando un
equipo—“team” se decía entonces—que recibió el nombre de San Sebastián Ciclista
Foot-ball Club, el cual el 8 de abril de 1909 viajó a Madrid donde ganó el
Campeonato de España al derrotar al Español por tres a uno.
Pocos meses más tarde
tres disidentes del “Ciclista”, los hermanos Honorato y Adolfo Sáenz-Alonso y
Julián Olave, fundaron –el 21 de septiembre de 1909—la Real Sociedad, que
acabará con el Club Ciclista y con el Vasconia Sporting Club por absorción de
gran parte de sus socios.
El 5 de octubre de 1913
la Real, que hasta entonces jugaba sus partidos en los arenales de Ondarreta,
inauguró su campo de Atocha con un encuentro sensacional –San Sebastián contra
Bilbao—testimoniando que el “foot-ball” era ya en el País Vasco un
deporte-espectáculo de masas. En aquella ocasión hubo trenes especiales en los
que se pagaban 5 pesetas el billete de ida y vuelta; y fueron mucho los bilbaínas
que vinieron no solo a animar a los muchachos de Athletic, sino también para
asistir al concierto que ese mismo día daban la Coral de Bilbao y el Orfeón
Donostiarra con la Orquesta del maestro Arbós, quien dirigió aquel alarde
musical cuya entrada costaba una peseta con cuarenta céntimos… exactamente lo
mismo que la “General” del nuevo Campo de Atocha… donde aquella tarde amenazaba
lluvia. Y puesto que me refiero a un “partido histórico” recordaré que los realistas
se alinearon así: Eizaguirre; Arrate, Berraondo: Machimbarrena, Casanova,
Leturia; Mendiondo, Sidley, Elósegui (S), Sena (A) y Elósegui (M). A los 20
minutos de juego “pichichi” logró el primer gol bilbaína—el primero que se
metió en Atocha. Pronto llegó el empate por obra de Sidley o Sidler, un suizo
empleado en la fábrica de chocolates Suchard; y el partido quedó en tablas por
tres a tres.
Al domingo siguiente, 12
de octubre, la Real Sociedad obtuvo en su nuevo campo la primera victoria
ganando por 3 a
1 al Sporting de Irún.
A partir de la temporada
1928-29 en la que dio comienzo la Liga Nacional, la Real ha representado al
deporte balompédico y a la afición donostiarra con muy diversa fortuna, pues a
lo largo de casi medio siglo subió a Primera División, bajó a Segunda y aún a
Tercera para volver a subir a Primera donde se mantiene durante esta temporada
1978-79.
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Deporte también de importación
pero pronto arraigó en San Sebastián fue el Tennis, del que en agosto de 1904
se celebraba teniendo como pista la Plaza de Toros, el primer Concurso
Internacional. Su organizador era el San Sebastián Recreation Club, presidido
por Jorge Satrústegui, cuyas primeras instalaciones estuvieron en Ategorrieta.
Más tarde se habilitan en Ondarreta, en terrenos de la Casa Brunet colindantes
con la actual Avenida de Zumalacárregui. En ellas se jugó en 1924 el memorable
match Estados Unidos-España en el que en presencia de los reyes, los hermanos
Alonso, Flaquer y José Mª Tejada se enfrentaron a Hunter, Richard y Williams.
En 1928, llamándose ya
Real Club de Tennis, inaugura nuevas pistas e instalaciones sociales en las
marismas de Ondarreta cedidas por el Ayuntamiento; y en 1941 las amplía
complementando en 1954 aquel complejo deportivo con una pista cubierta y con
una piscina ubicada, ésta en terrenos de la antigua Cárcel de Ondarreta.
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Pero el deporte popular
por excelencia, practicado desde siglos en el País—la Pelota Vasca--, tuvo en
San Sebastián muy buenos cultivadores y siempre muchos espectadores que, con su
fervorosa afición, hacían buena la frase de Ordóñez quien ya en 1761 escribió
que de tener un solar disponible, los
donostiarras antes harían un frontón que una iglesia. Y los hechos le
dieron la razón al Beneficiado de San Vicente pues en poco más de un siglo en
San Sebastián y su término municipal se levantaron más de quince juegos de
pelota. El primero, que duró hasta la desaparición de las fortificaciones en
1864, utilizaba como frontis uno de los muros del Cubo Imperial siendo sus
principales jugadores los curas de las dos parroquias y los soldados de la
guarnición; y espectadores los ociosos y los curiosos del pueblo.
La afición existente a
la pelota, tanto por el número de jugadores como por el de espectadores, movió
al Ayuntamiento a construir un frontón Municipal: se hizo en terrenos de Atocha
con planos del arquitecto Goicoa, siendo inaugurado el 21 de mayo de 1877 con
un partido en el que se enfrentaron
Chiquito de Eibar y el Manco de Villabona. En ese frontón jugaban a mano, pero
cuando entrado el siglo XX evoluciona el deporta de la pelota, serán en 1913
reformado y ampliado para poder practicar en él los juegos largos.
Un año más tarde y
debido a la iniciativa privada se levanta también en Atocha otro frontón—cubierto
con capacidad para 1200 espectadores—que a los veintiún años revertió al
Ayuntamiento, por lo que en nuestro tiempo lo hemos conocido como Frontón
Municipal de Atocha. En esta zona, en las proximidades del actual Hospital
Militar, se habilitó alrededor de 1930 una plaza de rebote con la finalidad de
fomentar esa modalidad del juego largo; pero el empeño no tuvo éxito.
En Ategorrieta, en el
solar hoy ocupado por el Colegio de los Jesuitas, fue inaugurado el 3 de julio
de 1887 un frontón cerrado –al que D. Serafín Baroja bautizó “Jai Alai”, con un
partido entre Chiquito de Eibar y Elícegui contra Mardura y Baltasar, ganando
los primeros por 37-50. Este frontón debido a la iniciativa de D. Lucio González,
fue el primero donde se comercializó la pelota puesto que la entrada costaba
veinte céntimos…, dato que no pasó inadvertido a un hombre de negocios
guipuzcoano con afanes monopolistas en el sector del espectáculo:
D. José Arana, el famoso
empresario, que hace construir en el Paseo Salamanca, con entrada por la calle
31 de agosto, el “Beti-Jai”, dándole una organización mercantil que hasta
entonces no había tenido el juego de la pelota. Aquel frontón contaba con un
“cuadro” permanente—Pasieguito, Tendilero, Chitivar, Chiquito de Abando, El
Francés, etc. —de hasta 23 jugadores a los que uniformó con camiseta blanca de
rayas azules o rojas, fajas de color de las rayas, pantalón blanco, boina azul
y alpargatas blancas. Y la entrada más barata ya costaba una peseta.
No tuvo larga vida
este “Beti-Jai” pues Arana lo vendió por
90.000 duros (450.000 pesetas) a una empresa que en el solar construyó un
Teatro Circo el cual, la noche del 29 de diciembre de 1913 fue totalmente
destruido por un incendio.
Con arreglo a los planos
del arquitecto Cortazar, la empresa Mendizábal construye en el barrio de Gros
un nuevo frontón, el “Jai-Alai Moderno”, cubierto y capaz para 1.063
espectadores. Fue inaugurado el primero de enero de 1905, con un partido en el
que Tacolo y Baltasar se enfrentaron a Chiquito de Azcoitia y Ucelay, ganando
los primeros por 13-14. El “Moderno” se quema el 5 de mayo de 1933 cuando en su
cancha estaban jugando los hermanos Atano II y III contra Echave IV y Urcelay.
En el solar se construyó un gran garaje.
Constituida el 3 de
julio de 1925 la Federación Guipuzcoana de Pelota, la afición –afición también
a las apuestas—fue en aumento. Y nuevos frontones surgieron en San Sebastián;
el “Urumea” (1926), el “Gros” (1938), el de la Plaza de la Trinidad (1930), el
Trinquete (1952 y Frontón de Anoeta (1963), el Galarreta (1970) —tercero que
lleva el título de “Jai-Alai”—y el Carmelo Balda (1974). Especialmente en la
década de los años veinte, que fue la Edad de Oro del remonte, ganaron fama
Irigoyen, Salsamendi, Abrego, Errezabal, Beorlegui… cuyos nombre están escritos
con letras capitales en la Historia de la Pelota Vasca.
No terminaré este
capítulo sin dedicar unas líneas al deporte espectáculo por antonomasia; las
regatas de traineras, que en San Sebastián tienen por escenario la bahía,
centro de ese bellísimo hemiciclo que la Naturaleza forma desde Urgull hasta
Igueldo.
Las regatas de traineras
tienen su origen en la pugna a que los tripulantes de talen embarcaciones se
entregan para llegar los primeros al puerto con objeto de vender más caso el
pescado capturado desde ellas en alta mar. Basterra, el gran poeta vizcaino,
recordando ese origen laboral califica a las regatas de traineras como
“exaltación triunfal de la artesanía”. Y así es en efecto; un triunfo del
esfuerzo que acaba de relizarse sobre las verdes aguas del Cantábrico y una
exaltación de lo que, a traves del tiempo, tiene de silenciosa epopeya el
oficio del “arrantzale”, del pescador.
Si remontamos la corriente
de los años llegaremos a 1877 cuando, recién terminada la guerra carlista y
estando San Sebastián en animoso empeño de reconstrucción, una comisión de
distinguidos donostiarras encabezada por D. Ignacio Mercader, ducho en empresas
de mar, sugiere al Ayuntamiento entre otros festejos veraniegos, la celebración
de una regata de traineras en el río Urumea. Que aquella competición tuvo éxito
nos lo dice el que dos años más tarde será la Concha el escenario de la pugna
traineril, que ya desde entonces y en el mes de septiembre se ha celebrado en
auténtico olor y clamor de multitud 74 veces (recuérdese la fecha de esta
crónica), de los que la tripulación donostiarra resultó vencedora 10… Y en tan
magna celebración de las nupcias de San Sebastián con el Cantábrico, que este
carácter simbólico podemos dar a las regatas de traineras, hay un eco familiar
que llegando del fondo de los años nos trae los nombres de Aita Mari y de Luis
Carril, arrantzales donostiarras que pagarían el tributo de sus vidas como
dramáticas arras para la unión del hombre y el mar.
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Durante la postguerra
del 14-18 San Sebastián conservó y acrecentó el prestigio de gran ciudad—ya
entonces “playa de moda”—bien ganado en los años del conflicto mundial. La Bella
Easo de las crónicas periodísticas, era la gran dama que había sabido recibir
por igual, con elegante cordialidad, a vencedores y vencidos sin establecer
diferencias ni destacar simpatías hacia los de uno u otro bando contendiente.
Por ello, por aquella exquisita cordialidad donostiarra, aquí franceses y
alemanes pudieron almorzar en mesas contiguas de “La Urbana” bajo los arcos de
la Plaza de Guipuzcoa o estar sentados frente a frente en la terraza de “La
Marina” o asistir a la misma corrida en el Chofre o apostar a la misma carta en
el tapete verde del Gran Casino... sin riesgo alguno de desencadenar una nueva
conflagración internacional. Y es que San Sebastián había adquirido por el
propio sufrimiento de los males de la guerra una especial conciencia de qué era
y cuanto valía la paz… Por eso, como se
escribió entonces en El Pueblo Vasco,
la capital de Guipuzcoa, esa ciudad
moderna que acoge con prontitud los gérmenes nuevos, las ideas, los destellos
que surgen en las grandes corrientes del espíritu mundial, no podrá permanecer
impasible ante el trascendental acontecimiento que encarna la generosa idea de
la paz.
Este acontecimiento –y
no era hipérbole periodística calificarlo de trascendental –fue el haberla
elegido entre todas las ciudades españolas para sede de las sesiones del
Consejo de la Liga de las Naciones. Al embajador en París y representante de
España en el organismo internacional D. José Quiñones de León se debía que San
Sebastián fuese, del 30 de julio al 5 de agosto de 1920, la capital de la paz
mundial.
Durante aquella semana
–versión cosmopolita de la Semana Grande—la capital guipuzcoana fue polo de
atracción del turismo nacional y especialmente del de cercanías: Miles de forasteros
se dieron cita en Donosti para ver de cerca a los personajes que eran noticia
diaria en las páginas de los periódicos: Lord Balfour, representante de Gran
Bretaña; M. León Bourgeois, delegado francés y presidente del Consejo de la
Liga de las Naciones; el exministro italiano Tittoni que fue el primer
diplomático llegado a San Sebastián; los norteamericanos Howar y Houston; el
plenipotenciario griego Sassi, el representante de Japón, el de Brasil, los de
todas las naciones integrantes del organismo ginebrino y con ellos la menos
grave de una veintena de señoritas mecanógrafas y taquígrafas, inglesas,
francesas y belgas en su mayoría adscritas a la secretaría de la S. de N. Ellas
ofrecieron tema para que pluma de aquél hombre áspero que fue Grandmontagne
escribiese en el Pueblo Vasco que las inglesas desentonan un poco de la moda
universal… las francesas usan vestidos cortos con arreglo a los cánones de la
elegancia cuyo imperio tiene más fuerza que los tratados internacionales… Y
terminaba D. Paco su ligero comentario de esta “boutade” impropia de su
reconocida seriedad: …siendo tópico
general de las conversaciones—de los veraneantes—más que las secretarias de la
Liga, las ligas de las secretarias.
Posiblemente el
comentarista había perdido su habitual seriedad en aras de la probidad
informativa documentándose en el baile de la noche que el jueves 5 fue ofrecido
en “La Perla del Océano” en honor del elemento joven del secretariado, prensa y
servicios anejos de la S. de N. Esa misma tarde, a las cuatro y media, había
tenido lugar en el Paraninfo del Instituto “Peñaflorida” la sesión de clausura
del Consejo con discursos de Lord Balfour y de Quiñones de León, y lectura de
los acuerdos, que fueron: Proyecto de creación de un Tribunal permanente de
Justicia Internacional en La Haya; celebración de una Conferencia financiera
internacional; establecimiento de la responsabilidad de la S. de N. para
organizar Mandatos; y, finalmente, avance de los presupuestos de la
Organización. Mucho habían trabajado en aquellos siete días de sesiones en el
Palacio de la Diputación los delegados representantes de las esperanzas que el
mundo, recién salido de una guerra, tenía de no caer en otra…
A las nueve de la noche
de aquel día 5 hubo banquete de despedida en los salones de la Casa
Consistorial, amenizado por la Banda Municipal y por el Orfeón Donostiarra, y a
las diez la tercera representación de Mendi-mendiyan
en el Victoria Eugenia donde el 3 había sido presentada en función de gala.
Y como la gastronomía es
aquí obligado regalo para quienes –grandes, medianos o chicos—nos visitan, también
hubo el día 30 banquete en Igueldo ofrecido por el Gobierno, cuyo presidente,
Marqués de Lema, habló a los postres, y el 2 cena en el Palacio Miramar con el
complemento de una fiesta nocturna en la bahía… Por cierto que este festejo
tuvo una víctima; el bombero Félix Aizpúrua Ezquiaga, muerto al resbalar y caer
contra una mera de mármol cuando colocaba farolillos en la tapia del frontón de
Igueldo. Fue la única nota triste entre tantas alegres y optimistas como se
dieron en aquella reunión donostiarra del Consejo de la Sociedad de Naciones.
Quince días antes que
viniesen a San Sebastián los relevantes
hombres políticos cuyos nombres llenaban las páginas de la prensa
internacional, el 16 de julio, a las diez y media de la mañana, llegaba a
nuestra ciudad camino de Inglaterra, el cadáver de la Emperatriz Eugenia. En el
andén de la Estación del Norte esperaba la reina D. ª María Cristina con el
infante D. Alfonso, el Capitán General, los Gobernadores Civil y Militar, el
presidente de la Diputación Sr. Elorza, el alcalde Sr. Zaragüeta, el presidente
de la Audiencia y una representación de la nobleza. El clero del Buen Pastor
entonó un responso ante el furgón fúnebre y una Compañía del Regimiento Sicilia
con bandera enlutada rindió honores a quien muchos años antes, siendo joven y
bella Condesa de Montijo, había pasado por San Sebastián camino del trono
imperial francés.
Pero no todo en el San
Sebastián finisecular y en el de comienzos de siglo fueron fiestas, cabalgatas,
tamboreadas, charangas y juego, amable ocio al que se entregaban los
donostiarras y sus huéspedes veraniegos. También había en la actividad
ciudadana un aspecto “serio” definido por cuanto era Arte, Ciencia, Cultura,
cultivo del espíritu.
De la vida musical y de
los espectáculos he escrito en capítulo precedente. En el aspecto educativo la
guerra carlista nos trajo, trasladado de Vergara, el Seminario-Instituto que
una R.O. de 29 de febrero de 1880 dispuso quedase permanente en San Sebastián.
Se instaló en el edificio que había diseñado el arquitecto Goicoa en 1873 para
Instituto Libre Municipal, que se levantaba en la calle Andía frente al
entonces Teatro-Circo, hoy residencia de Jesuítas.
El inmueble que muchos
donostiarras han conocido destinado a Correos y Telégrafos, albergó también en
el siglo pasado la escuela de Artes y Oficios, el Museo y la Biblioteca
Municipales y servicios que en 1909 pasaron al edificio levantado detrás del
Buen Pastor, paralelo al construido para Instituto de Segunda Enseñanza, que se
inauguró el primero de octubre de ese mismo año.
El museo y la Biblioteca
fueron en 1932 trasladados a San Telmo y la segunda pasó en 1951 a la antigua Casa
Consistorial.
La Biblioteca Municipal
tuvo por directores a notables intelectuales de la época –José Manterola,
Ricardo Baroja, Antonio Arzac, Francisco López-Alén—que animaron la vida
literaria de la ciudad, vida que tuvo asimismo adecuado marco en el Ateneo que
comenzó a funcionar en el Instituto de la calle Andía, sucediéndole el 22 de
enero de 1908 otro en el Palacio de Bellas Artes de la calle Euskal-Erría,
animado por la Sociedad Económica de los Amigos del País, hasta que en 1916 se
constituyó en la calle Mayor, desaparecido en 1936 y del que quiso ser
continuador el Círculo Cultural en 1944, al que hasta 1964 no se le autorizó a
emplear el título de Ateneo Guipuzcoano.
Bastaría escribir la
nómina de intelectuales—literatos, novelistas y poetas, folkloristas,
periodistas, etc.—que vivieron en la “Belle Epoque” donostiarra para saber que
la vida cultural, el culto a la Belleza, la práctica de las Artes tuvo en San
Sebastián, sin mucho apoyo oficial, un florecimiento parigual en importancia al
de la vida social, tanto aristocrática cuanto popular. Recordemos los nombres
de José Manterola, de Antonio Arzac, de José Vicente Echegaray, de Ramón Fernández
Garayalde, de Marcelino Soroa, de Serafín Baroja, de Peña y Goñi, de Siro
Alcain, etc., en torno a la revista Euskal-Erría
en los años finales del siglo XIX; los de “Dunixi”, Salaverría, Grandmontagne,
Baroja, Mourlane Michelena, “Donosty”, Urcola, Juaristi, Pisón, Laffite,
colaboradores de la revista Novedades
en los comienzos del XX…
Y si queremos referirnos
a las Artes Plásticas ahí están los de Regoyo, Zuloaga, Salaverría, Salís,
Gordón, Uranga, Tellechea, Martiarena, Cabanas, Ugarte, Maeztu, Zubiaurre,
Vázquez Díaz, Olasagasti… los escultores Aguirre, Beobide, Barrenechea, solo
por citar artistas desaparecidos, nacidos unos en San Sebastián, otros que aquí
tuvieron taller o expusieron con asiduidad contribuyendo con su prestigio a
prestigiar culturalmente a la ciudad.
Deliberadamente he
reservado para una mención especial el nombre de un poeta muerto en la Nochebuena
de 1947 a
los sesenta y tres años de vivir en San Sebastián donde había nacido. En él se
podía personificar y aún simbolizar algo que se cita muchas veces como
característica distintiva, como factor diferencial—si estamos acordes con la
opinión expuesta hace dos siglos por el P. Larramendi en su Corografía--, como particularismo localista subjetivamente
definidor del “ethos” y del “pathos”, del comportamiento y del sufrimiento que
referidos a nuestra ciudad—para ella y por ella—se conoce con la voz donostiarrismo; me estoy refiriendo a un
hombre cuya existencia tuvo el silencio del vuelo y la armonía de canto de los pájaros;
a Manuel Munoa, poeta donostiarra que publicó entre 1911 y 1949 ocho libros,
bella obra de creación poética, enriquecedora de acervo cultural de San
Sebastián… cuando la ciudad era acción, agitación, dinamismo, lucha por
alcanzar las metas de prosperidad material y de prestigio urbanístico que se
habían propuesto sus regidores en el momento del tránsito de un siglo a otro.
En medio de aquella
barahúnda, Munoa supo aislarse para crear su obra poética exaltadora de las
bellezas naturales de San Sebastián, de su playa, de su mar, de sus montes, de
sus jardines, de sus horas crepusculares cuando el sol se hunde en el horizonte
arrebolado y las campanadas de Santa María y de San Vicente se desparraman por
los tejados de la Parte Vieja.
Munoa fue desde 1902
hasta 1945 empleado de la Caja de Ahorros Municipal y durante muchos años
estuvo al frente de la Sucursal instalada en el núm. 1 de la Plaza de la
Constitución, lo que le puso en contacto directo y constante con los
donostiarras de pura cepa, con josemaritarras y koshkeros, con pescadores y
artesanos que llevaban hasta su oficina el latido popular en su más neta y
auténtica expresión. Aquel asomarse cada día al alma del pueblo aquilató el
apasionado amor de Munoa por San Sebastián saturando la suya de auténtico donostiarrismo, sentimiento que el
proyectaba a través de su obra poética como lo hicieron con las suya los
colaboradores literarios de Euskal-Erría
y de Novedades a finales y a
comienzos de siglo, dando contenido espiritual a un concepto que corría el
riesgo de quedarse en manifestación externa de pintoresco folclore.
Donostiarrismo es por
obra de aquellos intelectuales—cuyo recuerdos, repito, puede personificarse en
el poeta Manuel Munoa—la anécdota donostiarra elevada a categoría…, como diría Ortega y Gasset, amigo
de todos ellos y como ellos enamorado de San Sebastián.
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