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HOMENAJE A JOSE BERRUEZO CIEN AÑO DE VIDA DE SAN SEBASTIÁN (1879-1979) cuarta parte



Pero si la primera corrida nocturna que se celebró en San Sebastián no tuvo fatales consecuencias, en cambio fue dramático el espectáculo que se dio en la nueva Plaza del Chofre el día 25 de julio de 1904 la lucha del toro “Hurón” y el tigre “Cesar”.

El coso taurino—inaugurado en 1903 y derribado en 1975—rebosaba espectadores. En el centro del redondel había sido montada una jaula en la que fueron encerradas las dos fieras que, según la propaganda, iban a enfrentarse en una lucha feroz… Pero el tigre, que no parecía muy animado a mostrar su fiereza, se defendía panza arriba de las acometidas del toro que en una de sus embestidas rompió la puerta saliendo ambas fieras al ruedo originando en los espectadores un movimiento de pánico. Los Miqueletes que asistían al espectáculo comenzaron a disparar sus fusiles mientras que algunos espectadores hacían lo mismo con sus armas cortas. La confusión y el pánico fueron indescriptibles en aquella masa que alocada trataba de encontrar las salidas de la Plaza. Cuando pude restablecerse la calma dieciséis personas estaban heridas y una de ellas—el francés Jean Pierre Lizariturry—tan grave que falleció allí mismo…

A los dos cosos taurinos—el de Atocha y el del Chofre—que ha habido en San Sebastián alo largo de los cien últimos años, hay que añadir el de Martutene que fue la primera plaza de toros cubierta con techo de cristales que hubo en España. Inaugurada el 17 de mayo de 1908, no con un espectáculo taurino, sino con un concierto a cargo de la Orquesta Filarmónica de Berlín y Orfeón Donostiarra, dejó de existir en 1923.

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No cerraré este capítulo taurino sin referirme al motín que, a causa de la “soka—muturra” o toro ensogado –que aquí ya existía en 1570--, se produjo en San Sebastián el 14 de enero de 1902.

Ese día y por estimar que el festejo taurino popular “era más propio de un pueblo pequeño que de una gran capital”, el alcalde D. Sebastián Machimbarrena propuso su suspensión siendo aprobada por dieciséis concejales con el voto en contra de nueve. Cuando la noticia del acuerdo municipal llegó a la calle prendió la indignación especialmente entre la gente joven, que manifestó violentamente su enojo, apedreando farolas, escaparates, centros oficiales y hasta redacciones de periódicos. La algarada cobró pronto aires de motín obligando a sacar a la calle la fuerza pública, sin que afortunadamente se produjesen víctimas.

La Guardia Civil de Álava y la de Navarra fue concentrada, así como los Miqueletes de la provincia, saliendo de su cuartel el Regimiento de Valencia y quedando acuartelado en de Sicilia.

Veintitrés alborotadores quedaron detenidos, entre ellos—según un diario de la época—“distinguidos jóvenes de la localidad”, pero al cabo de ocho días fueron puestos en libertad mediante una fianza de 26.000 pesetas que pagó el fundador y propietario de El Pueblo Vasco, D. Rafael Picavea, a quien aquel gesto le valió muchas simpatías… y no pocos votos en las elecciones para Diputados a Cortes en las que era candidato.

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El Palacio Real de Miramar, o como en un principio se le llamó, la Real Casa de Campo de Miramar, fue hecho construir por la Reina Madre Dª María Cristina en 1888, terminándose las obras y siendo inaugurado el 19 de julio de 1893.

Cuando en 1887, a los dos años de su viudez, la Reina Regente decide pasar los veranos en San Sebastián el Ayuntamiento le ofrece el Palacio de Ayete donde se había hospedado con el Rey que acababa de cumplir un año. El Palacio era propiedad de la duquesa de Bailén y el Municipio estaba dispuesto a adquirirlo para regalárselo a la Soberana… Pero D.ª María Cristina opuso una fina y firme negativa puesto que –son palabras textuales—“no quería que su presencia aquí fuese gravosa para el pueblo de San Sebastián”. Y este criterio lo mantuvo cuando al año siguiente encargó a D. Luis Moreno y Gil de Borja, Intendente de su Real Casa, que fuese adquiriendo a nombre de Dª. María Cristina de Austria los terrenos que en el Antiguo eran propiedad del conde de Moriana, de los herederos del Infante D. Sebastián, más una parcela de 1918 m² del Ayuntamiento donostiarra.

La Reina compró dichas fincas a razón de cuatro pesetas m² pagándolas de su propio peculio, en escritura pública hecha ante el Notario de San Sebastián D. Francisco de Orendain. Hay un detalle revelador de la simpatía de Dª. María Cristina hacia el que ya era “su pueblo de San Sebastián”; al tratar de la adquisición de los terrenos necesarios para completar la finca donde había de levantarse el Palacio, el Ayuntamiento insistió en regalarlos a la Soberana. Tal y tan continuada fue la insistencia de la Reina, sin abdicar de su deseo de no ser gravosa a la ciudad, aceptó pero con una condición que el General Arteche, de quien se había valido el Ayuntamiento para reiterar su ofrecimiento, comunicó en carta al Alcalde: Que la Reina compraba los terrenos pero que tal compra permanecería secreta para que el pueblo creyese que se los había regalado la ciudad de San Sebastián.

Este detalle cuya delicadeza la grandeza del alma de aquella egregia dama y su cariño hacia la gente en cuya tierra se proponía instalar su hogar, pudo dar lugar a la idea de que el Palacio Real de Miramar había sido un regalo de San Sebastián a la Soberana. Nada más lejos de la verdad, porque D. ª María Cristina pagó absolutamente todo cuanto hubo de gastarse: los honorarios que por el proyecto presentó el arquitecto Selden Wornum, los de la dirección de los trabajos que corrió a cargo del arquitecto municipal donostiarra D. José Goicoa, los materiales, la mano de obra, el mobiliario y el trazado y realización de los jardines que hizo el floricultor de origen francés avecindado en San Sebastián D. Pedro Ducasse.

El total de lo que D.ª María Cristina de Austria gastó en la compra de los terrenos, edificación, muebles, menaje, decoración, jardinería, etc., de Miramar, pasó de los tres millones y medio de pesetas… de las 1888. (Unos 18.300 € de 2019 cuando se relatan estas crónicas de José Berruezo 1879--1979).

En su Real Casa de Campo residió la Soberana desde el verano de 1893 hasta el verano de 1928, puesto que la muerte se la llevó de éste mundo el 6 de febrero de 1929. Una excepción hubo en tanta fidelidad a San Sebastián; el verano de 1898—fecha triste del desastre colonial—durante el que permaneció en el Palacio Real de Madrid.


 Muchas alegrías—y no pocas tristezas—vivió Doña María Cristina en su hogar donostiarra junto a la Concha. Al mes escaso de inaugurarlo se produce—el 27 de agosto –aquí en San Sebastián el conato de motín conocido por “la noche de los tiros de Sagasta”, que dio ocasión para que, adelantándose a los ruegos de las autoridades donostiarras, el deseo de clemencia expresado por la Soberana fuese escuchado por los jueces que sustanciaban el proceso por aquel suceso. Y en Miramar conoció la Reina Madre la alegre jornada de los esponsales de su hijo don Alfonso XIII con S.A. Ena de Battenberg, la bellísima princesa británica cuya boda con el Rey aseguraba la continuidad de la dinastía… Luego vinieron la Guerra Europea, el desastre de Marruecos, el golpe de Estado del General Primo de Rivera… Páginas de la Historia de España que tuvieron su reflejo en el Palacio Real de Miramar, en esta bella parcela de la geografía urbana donostiarra, patrimonio óptico y emotivo de San Sebastián, que, capital veraniega de la nación, quiso agradecer el constante afecto de Doña María Cristina nombrándola, el 23 de febrero de 1926, Alcaldesa Honoraria y haciéndole entrega el 12 de agosto de ese mismo año, de la primera medalla de oro de la ciudad.

Pasó casi medio siglo y el 13 de agosto de 1971 el ayuntamiento acordó adquirir el Palacio y finca de Miramar por la suma de cien millones de pesetas.

La bahía es uno de los más bellos regalos que Dios ha hecho al pueblo de San Sebastián… pero los donostiarras tardaron bastante en disfrutar de los beneficios que las aguas y las arenas de la Concha ofrecían generosamente tanto para la salud cuanto para el ocio. Casi hasta mediados del siglo XIX, cuando el Abate Kneipp promociona la Hidroterapia como un sistema de curación o de alivio de muchas enfermedades, la playa solo servía para que las gaviotas descansasen de sus vuelos por el cielo donostiarra y para que, de vez en cuando, alguna nave, que no podía entrar en el vecino puerto, desembarcara la mena o mineral con destino a las ferrerías guipuzcoanas.

Los viajeros que por aquí pasaron a lo largo de los siglos raramente hacen en sus descripciones referencia a la Concha: Estebanillo González, el pícaro que en 1645 vive casi un mes en San Sebastián esperando barco para Holanda, nada dice de ella, y el mismo silencio encontramos en el relato de la aventurera francesa Madame d´Aulnoy que en 1679 reside unos días en la que ya es “Noble y Leal Ciudad”. El inglés que se esconde tras “uno que acaba de venir de allí”, y que estuvo en 1700, ninguna cita hace de la playa aunque da algunos detalles curiosos de la Isla de Santa Clara donde, según él, enterraban a los “herejes”; esto es, a los no católicos que morían en San Sebastián. El clérigo castellano D. Joaquín Ordóñez, que vivió muchos años en Donosti siendo beneficiado de la parroquia de San Vicente, ninguna alusión a la playa nos ha dejado en su interesante Descripción de la Ciudad tal como era en 1761. Tampoco en las Relaciones de los tránsitos y viajes reales por Guipuzcoa durante los siglo XVII y XVIII hay otras referencia a la Concha que como escenario del concurso de tiro de cañón a una barrica puesta como blanco en medio de la bahía o como lugar para la pesca con la gran red que los arrantzales arrastraban hasta la playa; dos espectáculos organizados para egregios espectadores.

Algunos escritores románticos aluden, sin dar grandes precisiones, a la Concha y así el Barón Davillier en 1862 dice de San Sebastián que “es el Trouville, el Biarritz de España, el punto de reunión de la sociedad elegante de Madrid y de las grandes ciudades españolas durante la temporada de los baños de mar”.


¿Y por qué no de las grandes capitales europeas? Porque ese mismo año nada menos que Otón Eduardo Leopoldo, duque de Lanenburgo y príncipe Bismark, embajador de Prusia en la Corte Imperial francesa, futuro artífice del Imperio Alemán, se zambullía en las verdes aguas de la Concha que diecisiete años antes había puesto de moda la regordeta majestad Isabel II, la reina-niña. Este acontecimiento mundano medicinal tuvo lugar en 1845 y es una de las cuatro fechas-clave de la historia turística donostiarra. Las otras tres fueron 1863, con el acontecimiento del derribo de las murallas; 1864, en que se inaugura la Estación del ferrocarril del Norte y 1866, cuando la ciudad queda enlazada con el camino Real de Madrid a la frontera francesa mediante la carretera a Astigarraga por el barrio de Loyola. Pero antes, casi medio siglo antes, los donostiarras y forasteros ya se chapuzaban en las aguas de la Concha como lo acreditan unas Ordenanzas Municipales publicadas el 17 de agosto de 1829 para regular el baño de los hombres en la parte de la playa próxima al puerto y el de las mujeres en el Pico del Loro, teniendo estas terminantemente prohibido hacerlo por las tardes. Esa separación de sexos se mantuvo, según nos cuenta Francisco de Paula Madrazo, taquígrafo del Congreso y biógrafo de Zumalacárregui, en su curioso librito Una expedición a Guipuzcoa en el verano de 1848: “El acto del baño tiene aquí cierto colorido de solemnidad. En primer lugar hay separación de sexos. Las señoras se bañan en la parte del mar más cerca de la ciudad; los hombres en la que está más lejos. Guardias civiles muy vigilantes están encargados del cumplimiento de esta ley que pudiéramos llamar del pudor…” Pese a estas púdicas limitaciones, que periódicamente desaparecían y periódicamente—casi hasta nuestros días—volvían a aparecer, la Concha fue ganando clientela nacional y extranjera y gracias a ellas el rango de primera playa de la Península. Antes del asedio carlista de 1875-1876, durante el que algunos chiquillos insensatos iban a la Concha los días de bombardeo para, cuando un proyectil  artillero caía al agua lanzarse a ella y “pescarlo” con el fin de venderlo como “souvenir” ; antes de aquellos años, que fueron dramáticos en la vida de la ciudad y críticos para su recién ganado prestigio turístico, la playa era el centro de la vida veraniega; en ella, imitando a la Caseta Real diseñada por el arquitecto municipal para que Isabel II se chapuzase directamente en las olas cantábricas, los particulares hicieron construir sus casetas para uso familiar e incluso en 1871 una sociedad aragonesa, con el título de La Española, se dedicó al negocio de alquiler de las que se distinguían por una banderita roja y gualda. Algunas gentes de aquí, donostiarras y guipuzcoanas, se dedicaron a “casetas” y hasta nuestros días ha llegado el recuerdo de unos apellidos—Burutarán, Garro, Arrate, Iceta, etc. —que eran sinónimo de simpatía y de honradez.

También por aquellos años del último tercio del siglo XIX se construye un edificio de madera sito en la rotonda actual, promovido por D. Víctor Acha y destinado a “baños de carácter hidroterápico”, cuyo título “La perla del Océano” conservará con un nuevo emplazamiento desde el 2 de junio de 1912 su sucesor, perdido el primitivo carácter de “Balneario”. Igualmente aquella Caseta Real de líneas orientales que una pareja de bueyes arrastraba hasta la orilla del agua, fue sustituida por otra de fábrica, inmediata a la Perla. Y asimismo las casetas de madera, aquellas casetas pintadas a listas blanca y azules montadas sobre ruedas y llenas de orificios al servicio de morbosas curiosidades, dejaron de existir sustituidas en 1926 por las cabinas bajo el voladizo, cuya construcción mejoró considerablemente el Paseo de la Concha, otro de los escenarios del veraneo donostiarra, en el que bajo el verde toldo de los tamarindos proliferaban las tertulias matutinas que no tenían la transcendencia política de la que, en la Playa de Ondarreta, presidió sentado en su “cesta” el Conde de Romanones, D. Álvaro de Figueroa y Torres, varias veces presidente del Consejo de Ministros y Grande de España desde 1909.

Ondarreta comenzaba a ser la playa “diplomática”, condición que le otorgaría una especie de “extraterritorialidad” para ciertas audacias a la hora del baño… Pero bajo los toldos de la concha había otras tertulias menos política pero no por eso menos interesantes que la del “travieso Conde”; en ellas Azorín, Camba, Gómez Carrillo, “Gil de Escalante”, Valdeiglesias, Fernández Flórez—el humorista glosador de las pulgas donostiarras—encontraban en el variado espectáculo de la playa tema para sus crónicas en ABC y Blanco y Negro, en El Imparcial y el Liberal, en La Correspondencia de España. Y había tertulias—porque eran una—“institución” del veraneo—a la hora del aperitivo en las terrazas del Guría y de la Marina y luego en el Choko y en el Oliden, con asistencia de las gentes del teatro, autores e intérpretes, desde D. Jacinto Benavente—que fue nombrado “Veraneante de Honor”—hasta Juan Ignacio Luca de Tena, desde Muñoz Seca hasta Miguel Mihura, desde el gran Vico a Emilio Thuiller, desde Ribelles a Marsillach…

La playa fue también llevada al teatro e incluso sirvió de “Plateau” para el cine: Vital Aza en 1885, estrenó en Madrid San Sebastián Mártir, cuyo segundo acto transcurre en la Concha y La Concha se titulaba la comedia de Ramón Peña y Ramón López Montenegro estrenada en el “Victoria Eugenia” el 14 de agosto de 1916. La belleza de nuestra bahía fue recogida por las cámaras cinematográficas en documentales y en películas de argumento, llegando a servir, en el film del irunés Luis Mariano, El cantor de México, para “salir” en la pantalla como si en realidad fuese la playa de Acapulco.

Bellas y populares artistas—de “varietés” antes, hoy “revista”-- desde la Chelito a Pastora Imperio hasta Celia Gámez y la Canuto pasaron por la Concha y posaron para los fotógrafos con el fondo de Igueldo o de Urgull, de la Isla o del Náutico, que fundado en 1898 fue en principio una balsa fondeada en mitad de la bahía hasta que el año 1905 quedó definitivamente amarrado a tierra firme en su actual emplazamiento, cuyo perfil marinero le dieron en 1930 el arquitecto Aizpúrua y el proyectista Labayen.

La playa de la Concha, veraniego lugar de solaz esparcimiento para donostiarras y forasteros que se la repartían en zonas (de aragoneses, de navarros, de madrileños, de “casa”), antaño puerto de descarga de pesadas embarcaciones, y en el pasado siglo pista de aterrizaje para los pioneros de la aviación; más tarde campo de futbol semillero de equipos modestos, paraíso invernal de perros, gaviotas y palomas, “ribera arenosa”, hidroterápico remedio matutino para “Galateas desdeñosas”… La bahía donostiarra “vista” o postal, estampa característica de San Sebastián, con su sintonía de verdes naturales matizados fantasmagóricamente por las parpadeantes candelas de una “noche de fuego” o avivados por los grandes reflectores que la convierte en una apoteosis de luz y color… La bahía y la playa en su armónico conjunto de la Concha bien podemos estimarla como símbolo y  emblema de la ciudad.
Está por escribir la historia del urbanismo donostiarra, historia que biografiará a la ciudad más moderna de España, ya que San Sebastián, casi destruida de 1813, se construye a ritmo y crecen sincrónicamente con la capital de Guipuzcoa.
De Silvestre Pérez y Ugartemendía hasta los actuales arquitectos, nuestro pueblo se ha ido haciendo por etapas perfectamente definidas; de 1813 a 1863 se reconstruye y conforma la Parte Vieja a la que las murallas ponen irrebasable límite físico y administrativo dada la condición de plaza fuerte que en el pasado siglo tenía la ciudad.

Buscando buenos valedores en la Corte—Lasala, Barcaíztegui, Luzuriaga, Aldamar, Mayoz—el Ayuntamiento donostiarra consigue las dos Reales Órdenes del 22 de abril de 1863 y el Decreto del 28 de abril de 1864 por los que el Ramo de Guerra abandona San Sebastián como plaza fuerte y se autoriza el derribo de las murallas. Antes de un año el entonces alcalde D. Eustasio Amilibia iniciará personalmente la demolición de las fortificaciones—del llamado Frente de Tierra—en medio del entusiasmo de los ciudadanos que, con música de Santesteban entonan el himno escrito por el poeta local Fernández Garayalde:

Mirad a todo un pueblo de júbilo embriagado, cantar alborozado su fausto porvenir…

Y ese “porvenir” son las nuevas vías y los nuevos edificios que van a dar a San Sebastián su fisonomía de ciudad moderna—la más moderna de todas las españolas--, aunque el “símbolo de guerra”, que para el poeta eran los recios bastiones, será muy pronto añorado cuando de 1874 a 1876 los cañones carlistas de Arratsain lancen su metralla contra los tejados de la ciudad.

El final de esa segunda contienda civil señalará el comienzo de la “Edad de Oro” donostiarra, cuyos principales hitos hacia el progreso urbanístico se irán levantando sobre aquel Plano, “para la ampliación y desarrollo de San Sebastián”, en el que se funden las ideas de los arquitectos Antonio de Cortazar y Martín Saracibar, premiados respectivamente con 12.000 y 6.000 reales, primero y segundo premios del Concurso fallado el 23 de diciembre de 1862 por la comisión municipal formada por el alcalde Amilibia, los tenientes de alcalde Leizaur y Brunet y los regidores Aguirre, Goizueta, Lerchundi, Echeverría, Errazu y Manterola, asesorados por los señores Lasala, Rocaverde, Brunet (José María), Rodrigo—Herrera (Comandante de Marina), Goenaga y los ingenieros del ferrocarril Letourneur y Latierro.

En aquel Plano con su correspondiente Memoria van surgiendo los distintos ensanches—el Oriental, el de Gros, el de Amara, el de Ondarreta—con las nuevas calles, el encauzamiento de Urumea, los paseos de su orilla izquierda, los puentes que lo cruzan, el Gran Casino, la parroquia del Buen Pastor, los suntuosos edificios. Así nacerá el “Segundo San Sebastian” que se extiende desde el Bulevard a la Avenida, y desde ésta hasta la Plaza del Centenario, a un ritmo “yanki”: Dakota, Montana, Wyoming, Idaho, Utha—capitales de los Estados de su nombre—no tienen vías más antiguas que nuestra Garibay, Hernani, Elcano, Andía. Y es que aquí como en los U.S.A. en final de una guerra civil ha galvanizado las energías creadoras para salir del colapso impuesto por la lucha.

La fiebre de la construcción prende en la capital guipuzcoana, y prende afortunadamente no en extraños egiotistas vocados al negocio fácil sino en una clase social de viejo arraigo en el país y en un gremio tradicionalmente enraizado  en nuestra tierra, formado por gente de gran solvencia moral y laboral. Me refiero a los canteros de finales y principio de siglo, hombres sanos venidos del interior de Guipúzcoa, dignos herederos de aquello Iberos que tantas y tan sólidas muestras de su noble artesanía dejaron en esta y en las provincias limítrofes. Surge entonces la profesión de “Contratista”, basada en el crédito personal, crédito hecho de honradez y de laboriosidad. Los “Argiñmaisuak”  o maestros de obras se quedarán con la contrata de las de carácter público e invirtiendo en la empresa sus nacientes capitales, levantarán esos edificios de sólida cantería que son adorno de las nuevas calles donostiarras… San Sebastián, el San Sebastián nuevo –la “tacita de plata”—es obra de los Mendizábal, los Olasagasti, los Arteaga, los Arozamena, los Imaz, componentes colaboradores de la iniciativa municipal: ellos moverán toneladas de arena (sacadas de las dunas que había comprado D. Tomás Gros) para rellenar las marismas de Amara; ellos cortarán el cerro de San Bartolomé para unir con una calle el barrio de San Martín con la que será plaza de Easo; ellos, trabajando para el Marqués de Salamanca, para D. Ramón Berasategui, para la Sociedad Inmobiliaria de San Sebastián encauzará el Urumea ganando espacios para el Paseo de la Zurriola, para el de los Fueros y el Árbol de Guernica y de manera especial para el que, pese a sus cambios de nombre, será siempre el Paseo Nuevo cuya creación nace paradójicamente de una negativa de la administración central: el Real Decreto de 10 de abril de 1880 que, tras declarar la no procedencia de cesión de Urgull al municipio donostiarra” porque sus fortificaciones son necesarias para la defensa nacional”, expresada la “voluntad del Rey de que se construya un paseo en la parte inferior de dicho monte”… Y tal deseo va a hacerse realidad pues al año siguiente se encarga a D. Tirso Jarauta la confección de un proyecto que será retocado por el Sr. Azqueta… Pero hubieron de pasar años hasta que por el contratista D. Lorenzo Arteaga, bajo la dirección técnica del Ingeniero militar D. Luis Balanzat se realice la obra y pueda  a las 5 de la tarde del día 10 de julio de 1916, ser inaugurado el primer tramo de 455 m. del que llamó Paseo del Príncipe de Asturias.

Una crónica de la época describe así aquella solemne y popular ceremonia:

Un público enorme se había congregado en el rompeolas y sus inmediaciones ávido de presenciar la apertura del paseo. Para antes de las cinco llegaron las autoridades y momentos antes de la hora señalada llegó en un magnífico automóvil la Reina Doña María Cristina, acompañada de la señorita de Heredia y del Marqués de Castell Rodrigo, siendo cumplimentada por las autoridades.

El alcalde Sr. Inciarte en nombre del pueblo de San Sebastián, le ofreció un ramo de flores y le rogó cortase la cinta de los colores nacionales que cerraba el paso al nuevo paseo. La Reina accedió gustosa y después de cortar la cinta montó en el automóvil que recorrió el paseo hasta la nueva rotonda, seguido de los autos donde iban las autoridades. En la rotonda se apearon y después de contemplar las magníficas vistas que desde allí se divisan, regresaron a pie hasta el rompeolas que estaba atestado de público. La Reina y sus acompañantes subieron al rompeolas siendo objeto de manifestaciones de cariño y respeto y poco después montaba en el auto dirigiéndose a Miramar. Entonces se permitió el acceso al público al nuevo paseo, invadiéndolo miles de personas que se mostraban encantadas en cuanto veían satisfechísimas por contar con un nuevo atractivo que ofrecer a los visitantes de San Sebastián.

El segundo tramo del paseo se terminó en 1917 y el tercero y último fue inaugurado el 24 de septiembre 1919. Días más tarde, al final del Paseo del Árbol de Guernica, precisamente donde hubo un retoño del “Árbol Santucha” que le dio nombre, se inauguraba (el 12 de octubre) un monumento a la Reina D.ª. María Cristina—obra del escultor León Barrenechea—levantado por suscripción popular a iniciativa del periódico de Picavea El Pueblo Vasco y como demostración de gratitud y admiración hacia la Soberana que había renunciado a idéntico homenaje, ofrecido por el Ayuntamiento, destinando lo que en él había de gastarse en favor de una obra benéfica; las casas baratas del barrio de Loyola.

 

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