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HOMENAJE A JOSE BERRUEZO CIEN AÑO DE VIDA DE SAN SEBASTIÁN (1879-1979) tercera parte



La lluvia de bombas carlistas que durante los años 1875 y 1876 cayó sobre San Sebastián testimoniando dramáticamente el asedio puesto por las tropas del Pretendiente, no apagó el humor—el buen humor—de los donostiarras ni de los liberales guipuzcoanos que habían encontrado refugio tras las defensas de la capital.

Las tertulias en los cafés, en las Sociedades, en las trastiendas y en las reboticas acreditaban que los sitiados mantenían muy alta la moral y que, a cada nuevo bombardeo, se reafirmaban en el convencimiento de que su opción política era la verdadera.

Precisamente en una de aquellas tertulias—la que se reunía en la farmacia de Irastorza o quizás la de la imprenta Baroja—surgió una iniciativa de la que, a los pocos años, nacerían los Juegos Florales Euskaros.

D. Canuto Ignacio Muñoz –que luego casó con una Baroja--, director del Instituto Municipal de Segunda Enseñanza y su amigo el escritos José Manterola, tuvieron la idea de organizar –el día de Santo Tomás—una competición de bertsolaris –bertsolari-guda—situando a los contendientes en balcones de dos casas de la calle Juan de Bilbao. Con sorpresa primero, con curiosidad creciente después, viandantes y vecinos siguieron la polémica pugna premiando con grande ovaciones las réplicas ingeniosas, agudas, originales de los improvisadores.

Fue tan grande el éxito y tan elogiosos los comentarios que al año siguiente la bertsolari-guda hubo de tener por escenario la Plaza de la Constitución donde, sobre un tablado, contendieron en medio del entusiasmo de los espectadores cuatro inspirados vates populares. Terminada la guerra ya hay, como lo acredita la Memoria de 1879, una organización que corre a cargo de quienes tuvieron la iniciativa, los ya citados Muñoz y Manterola, los cuales con José Irastorza, Manuel Gorostidi y José Díaz y bajo la presidencia de D. Manuel Aguirre Miramón redactan, el 31 de enero de 1882, los Estatutos por los que se ha de regir el Consistorio de los Juegos Florales Euskaros que, según reza el artículo 1º del título 1º “tiene por objeto promover por cuantos medios estén a su alcance la conservación y propagación de la lengua bascongada y estimular el cultivo de su especial literatura, pudiendo además extender su esfera de acción, en cuanto se lo permitan los recursos con que cuenta, a la conservación y propagación de nuestra música popular”. Aprobados esos Estatutos por la Diputación y por el Ayuntamiento y elevados los “recursos” a 500 pesetas de dotación anual, por acuerdo municipal del 4 de mayo, el Consistorio, que celebraba sus reuniones en una sala del Instituto de Segunda Enseñanza, potenció la celebración de los Juegos Florales cuyo órgano, diríamos oficial, era la revista Euskal Erría fundada en 1880 y dirigida por Manterola.


El lema Bizi Bedi Euskara que figuraba en el sello de dicho Consistorio fue cumplido fielmente durante cuarenta años, a lo largo de los cuales se sucedieron en la dirección, tras el ya citado como primer presidente D. José Ramón Aguirre Miramón, D. José Irastorza, D. Luis María Elizalde, D. Rufino Machiandarena, D. Manuel Gorostidi, D. José de Olano, D. Alfredo Laffitte, D. Miguel Salaberría y, en 1918 D. Adrian de Loyarte.

Casi medio siglo lleva la historia del Consistorio de los Juego Florales Euskaros que, cumpliendo sus fines socio-culturales, organizó concursos literarios para el fomento de la lengua vasca en la que necesariamente debían estar redactados los trabajos literarios, científicos o poéticos. Y todos los años, el día de Santo Tomás, celebraba una gran competición de bertsolaris que llevaba al escenario del Teatro Principal donostiarra a los más famosos improvisadores de Euskalerría… Coronas de plata, plumas de oro, escribanías damasquinadas y premios en metálico hacían más atrayente aquel Concurso anual.

Cuando Marcelino Soroa entró a formar parte del Consistorio, la fiesta de Santo Tomás adquirió un nuevo carácter. Sin dejar de celebrar los concursos literarios, ampliados a la música y la pintura, el Teatro vasco primó sobre otras organizaciones. Bajo la dirección de Pepe Artola y luego de D. Toribio Alzaga, el día de Santo Tomás, en el escenario del Principal se representaron, tarde y noche, las creaciones ya cómicas ya dramáticas de Iraola, de Garitaonandía, de Olaizola, de Barriola y de otros meritísimos cultivadores del Teatro euskérico.

En 1918, cuando se anunciaba la creación de la Academia donostiarra de Lengua y Declamación Vasca, y cuando ya se había celebrado brillantemente en Oñate el Primer Congreso de Estudios Vascos, el Consistorio de los Juegos Florales, cumplida ampliamente la finalidad para la que en 1882 había sido creada, dejaba de existir… Eran los días frívolos de la década dorada de San Sebastián, los años locos de la postguerra.

En los suntuosos salones, en la ajardinada terraza del Casino, se dieron cita los famosos de la “Belle Epoque”; políticos, escritores, artistas, financieros, espías… Mister Asquith, Bolo-Pachá y León Trostki, Mauricio de Maeterlinck y Eugene Müntz, Sara Bernhardt y Colette, Noela Cousin y Wanda Landowska… Y los nombres de Trabadelo y de Torre Múzquiz y luego el de Usandizaga fueron contraste de esencias locales frente aquella catarata de rimbombantes “famosos” internacionales…, aunque también en el Casino estrenó Sarasate su “Concierto Vasco”  y eran ya prestigiosos Pau Casals y José Iturbi a los que acompañaban las orquestas de Arbós y de Larrocha… Porque el Casino no solo fue la sala de “recreos” con su ruleta, su bacarrá, sus caballitos… Los conciertos,  las fiestas infantiles, los cotillones, las representaciones teatrales, las tertulias de artistas y de políticos y los festejos populares rematados por la colección pirotécnica eran aconteceres diarios y acontecimientos extraordinarios que daba carácter a San Sebastián, de puertas afuera, prestigiosas manifestaciones de la vida social propios de una grande y moderna capital; así, sin contar sus sustanciosas aportaciones benéficas, el Casino, a lo largo de más de treinta años prestigió a la ciudad… Y a los valses tristes y a los ceremoniosos rigodones sucedió el tango coincidiendo el eco de sus lánguidas cadencias con la llegada de renovadas caravanas de gentes que huían de los rigores de la guerra mundial. Y cuando en 1918 se firmó el Armisticio, cuando la ocasional clientela regresó a sus lares, una nueva música –el “jazz”—un nuevo ritmo –el “Charleston”--, cuyas estridencias eran tan ajenas a la atmósfera medio barroca medio romántica del Gran Casino, sonaron bajo sus artesonados, entre los cortinones de terciopelo, junto a las palmeras enanas, y resonaron en los casi vacíos ámbitos como un réquiem grotesco e irreverente a tantas bellas cosas en trance de desaparecer…

Coincide esta decadencia del Gran Casino con la inauguración –el 29 de julio de 1922 –del Gran Kursaal que se anunciaba como “uno de los primeros casinos de europeos”. Obra del arquitecto Monestell –dirigida por su colega donostiarra Alday--, costó siete millones de pesetas, ocupando su planta ocho mil metros junto a la desembocadura del Urumea cuyo cauce fue salvado por un puente –al que se llamó el “siete de bastos”, aunque su nombre fuera de la Zurriola—inaugurado el 14 de agosto de 1921 y ofrecido a la ciudad por la inmobiliaria del Gran Kursaal.

En la inauguración del nuevo Casino donostiarra estuvieron presentes S.M. la Reina María Cristina, los infantes D. Carlos y D. Luis y el príncipe Pío de Saboya. Aquella noche hubo una “cena a la americana” con más de medio millar  de comensales y el “jazz-band” puso su estridencia en el gran hall donde el profesor Borauski dirigió el cotillón. Y ya de madrugada se sirvió un “souper-froid” a más de doscientos asistentes a la jornada inaugural… Pero el Kursaal no tuvo como gran casino larga vida: la aplicación del decreto por el que el General Primo de Rivera suprimía en 1924 los juegos de azar determinó su agonía, prolongada hasta 1973, en que aquel flamante “palace” donostiarra fue derribado para que en su solar se levante un nuevo Gran Kursaal.

También la agonía del Gran Casino fue lenta; en 1921 sirvió de Hospital de Sangre para los soldados heridos en la campaña de África,  y en 1932 unos aventureros trataron de restablecer el juego instalando un artilugio bautizado con el nombre de straperlo, ruleta eléctrica que la policía intervino la noche misma de su inauguración y que tuvo en las altas esferas nacionales la consecuencia de un escándalo político.

Por fin en mayo de 1943 el Ayuntamiento acordó trasladar todas las dependencias municipales al edificio del Gran Casino que, debidamente adaptado a su nuevo menester, fue solemnemente inaugurado el 20 de enero de 1947, festividad de San Sebastián.

Haciendo bueno el refrán de que “al cabo de los años mil, las aguas vuelven por donde solían ir”, el juego o como eufemísticamente se decía “los recreos”, está otra vez en San Sebastián; el 10 de junio de 1978 la ruleta francesa, el “Black-jack” y el bacarrá comienzan a funcionar en los bajos del Hotel de Londres, precisamente donde un siglo antes había estado el Kursaal-Casino, el primero de juego que hubo en la ciudad.

Los casinos, con las limitaciones impuestas para evitar que los comerciantes donostiarras corrieran el riesgo de arruinarse sobre el tapete verde, tuvieron su prolongación en los Clubs—el Cantábrico, el Aéreo, el Náutico y el Tennis—abiertos a una clientela que los gacetilleros del pasado siglo y primeros años del actual calificaban de “aristocrática”. Círculos que venían a ser una copia de sus homólogos británicos, aunque cuando eran requeridos se sumaban a las organizaciones populares—cabalgatas, carnavales, giras, fiestas, pruebas deportivas—que prestigiaban el nombre de la ciudad. Y paralelos a esos Clubs “elegantes” estaban las Sociedades de la parte Vieja, centros de reunión con clientela democrática que fueron y son una institución típicamente donostiarra. Su historia es una página de la historia de la ciudad:


El 14 de mayo de 1870, reunidos en el piso bajo del núm. 16 de la calle de la Trinidad (que hasta 1877 no fue del 31 de agosto), setenta y siete vecinos de San Sebastián acuerdan crear una Sociedad Popular –“La Unión Artesana”--, que hoy es la veterana de su clase. Pero antes de ella hubo otras, ya que con socios de “La Fraternal” a los que un incendio dejó sin locales del núm. 11 de la calle Puyuelo, y con disidentes de “La Armonía” (Embeltrán, 16), se constituyó la nueva entidad, instalándola en el piso principal del núm. 2 de la plazuela de Lasala.

La “Unión Artesana” se creó como “centro de recreo para el obrero”, lo que remacha la “declaración de principios” proclamada en su título. Porque entonces aquel San Sebastián chiquito a cuya expansión urbanística, subsiguiente al derribo de las murallas, iban a poner momentáneo freno a los cañones carlistas que disparaban desde Venta Zikiñ y desde Arratsain, era un burgo eminentemente artesano y mercantil donde abundaban los trabajadores de las modestas industrias, los empleados de los comercios y los escribientes de los escritorios.

Los gremios de carpinteros, albañiles y canteros, pintores y fontaneros, litógrafos, vinateros, panaderos etc. –los “maestros” que de ellos formaban parte – integraban aquella clase social de la que salían los impulsores de las Sociedades Populares. Pero ¿cuál pudo ser la motivación de las mismas, la motivación “secreta”, que no figura en sus Estatutos?

El simple “recreo”, como declara por razón fundacional “La Unión Artesana”, estaba bien servido en aquel San Sebastián de 15.000 habitantes con el Café Aristizabal en la calle Iñigo, con el de Escala en la Plaza de la Constitución—entrada por Juan de Bilbao—con el Oteiza de la calle Embeltrán, con el antiguo Oriente del Sr. Ortí en la calle Esterlines, con el del Comercio, de la viuda de Pozzyn, con el de Perico o con el Sebastopol del barrio San Martín, sin contar tascas y bodegones para “Arrantzales”, descargadores del puerto y militares sin graduación.

Hace años aventuré en letras de molde un posible origen de las Sociedades Populares haciéndolo remontar a tiempos de la ocupación napoleónica y haciendo de ellas secretos focos de resistencia contra el invasor. No tengo razón histórica para afirmarlo y mucho menos el que fuesen herederas de algún Club jacobino aquí existente durante los dos años (1794-1796) que duró la presencia de los soldados de la Revolución Francesa dentro de las murallas donostiarras.

Pero si los argumentos “heroicos” no pueden cimentar el nacimiento de las Sociedades Populares, ¿será la Sociología la que los suministre? Aunque la primera etapa de aquellas coincide con la aparición de los primeros brotes socialistas en España (El Capital de Carlos Marx se había publicado en 1867), otras preocupaciones de índole política, aquí menos teóricas, retenían la atención de los donostiarras; el enfrentamiento de carlistas y liberales, hecho guerra civil y que por dos veces (1835-37 y 1875-76) forzó a los donostiarras a encerrarse en su pequeña circunstancia urbana con la intimidad consiguiente al riesgo y el natural deseo de comunicación e información. ¿Debemos poner aquí, durante el primer sitio carlista, el nacimiento—y la razón del origen—de las Sociedades Populares?


Avalaría esta suposición el que de 1874 a 1876, dueñas las tropas de Carlos VII de casi toda la provincia, muchos liberales guipuzcoanos se refugiaron en San Sebastián encontrando generoso lugar de reunión en los locales de “La Unión Artesana”, que muy pronto amplió sus fines fundacionales—el “recreo del obrero” a iniciativas que prestigiaron a la ciudad en trance de recuperar la clientela veraniega para su playa y de ganar fama de pueblo moderno y europeo a tono con la Restauración.

Terminada la guerra carlista “La Unión Artesana” se incorporó ya como “fuerza viva” a la vida ciudadana y primero con “La Fraternal” y luego sola organizó fiestas de Carnaval –el famoso primer Carnaval de 1882—que rivalizaron con las de Niza, cabalgatas, bailes de máscaras, comparsas populares, conciertos y funciones teatrales y hasta representaciones de ópera como Pudente, de Serafín Baroja, con música del maestro Santesteban…

Y fueron naciendo otras Sociedades; en 1901 “Cañoyetan” y “Euskal Billera”; en 1905 “Donosti Zarra”; en 1906 “Umore Ona”; en 1907 “Ollagorra”; en 1914 “San Martín Choko”; en 1916 “Gaztelupe”; y más tarde “Aizepe”. “Donosti Berri”, “San Bartolomé Recreativo”, “Illumpe”, “Zubigain”, “Kaxpel”, “Gaztelubide” “Ardatza”,  “Aitzaki”, “Itxas Gain”, “Ondar Gain”, “Anastasio” y un largo etcétera; Sociedades basadas en la amistad y en la afición a la buena mesa, lo que ha aquilatado el contenido gastronómico que todas ellas tienen actualmente y el carácter de mantenedoras del prestigio que la Cocina Vasca goza en el mundo…

Por cierto que estando en la mayor parte de ellas vedada la entrada a las mujeres, podría tal precepto reglamentario interpretarse como una reacción masculina al tradicional matriarcado vasco que hizo de la madre, antes de la igualdad de los derechos civiles, el ama y la dueña… Pero tal vez esto resultase una sutileza sociológica en la que no sería caballeroso descansara la razón de ser de las Sociedades Populares. Prefiero, a falta de heroico abolengo, hacer de ella cátedras vivas del buen comer. Paraninfos de la Gastronomía, y, de manera especial, permanente ejemplo de auténtica democracia—el obrero y el patrono, el funcionario y el comerciante, el intelectual y el pescador, unidos alrededor de una bien abastecida mesa--, de aquella histórica democracia vasca que, como de Dios decía Santa Teresa, también puede andar entre los suculentos pucheros de las Sociedades donostiarras.

El ser San Sebastián una playa “de moda”, obligaba a mucho a sus regidores, alguno de los cuales y en más de una ocasión pidió desde el escaño municipal “luz y taquígrafos”. Pero antes o después de que se troquelase esta frase para el catálogo proverbial, la luz era una exigencia y sobre todo un compromiso de quienes en el “Palacio de los Césares”—como alguien llamó a la Casa Consistorial donostiarra—tenía la responsabilidad de administrar los intereses de la ciudad. Y tras el trauma de las dos guerras civiles, un buen caudal de esos intereses era suministrado por quienes aquí llegaban todos los veranos, bien para cumplir la prescripción facultativa tomando una “novena” de baños en las aguas de la Concha, bien para descansar gozando de los encantos naturales que la provincia ofrecía en sus campos y en sus playas. Además, desde agosto de 1887 en que la Corte se instala en la que ya era conocida como “La Bella Easo”, y de manera especial desde que  S. M.  D. ª María Cristina hace construir en 1893 su casa-Palacio de Miramar, lo “chic” sería veranear en San Sebastián.

Muy pronto la aristocracia y la dorada burguesía van a levantar sus villas en los alrededores de la ciudad, la cual corresponderá extremando el cuidado municipal de calles, plazas y jardines. Así, aquellos sesenta faroles de aceite con reverberos sistema Bordier-Marcet a que hemos aludido, fueron sustituidos en 1861 por los faroles de gas que, hasta hace no muchos años, alumbraban con su verdosa luz algunos barrios periféricos. Y desde 1882—el 1 de Agosto a las 9 de la noche—Las lámparas del arco voltaico con carbones de recambio automático llenaban de blanca claridad las calles de la ciudad…, a la que solamente se habían adelantado en la luminosa innovación Madrid y Barcelona.

La calle Garibay refulgía como un ascua destacando las fachadas del Teatro Circo, del Banco de España, del Instituto Provincial, de las Escuelas Públicas y de la Fábrica de Tabacos que, creada por R.O. de 27 de mayo de 1878, acababa de ser inaugurada. Las cigarreras, que en punto a belleza y a garbo nada envidiaban a la famosa Carmen, se insertaron en la vida social donostiarra… Y no ciertamente con música de Bizet solían animar las tardes festivas del barrio de San Martín pues, según escribió un cronista de la época, las cigarreras que aquí las hay muy guapas y muy simpáticas, son las que alegran el barrio con sus honesta diversiones, bailando al son del acordeón la quina dominguera y al corro entornado el siguiente estribillo.

Qué alegres son las chicas de este barrio. Que alegres son, viva la diversión…

Pero volviendo a los arcos voltaicos diré que si no fueron los primeros que iluminaron la noche española, sí aquí en San Sebastián llevaron las primicias en emular la luz del sol para que a su claridad se celebrase la primera corrida de toros nocturna. Fue idea de Arana aprovechar aquella innovación luminotécnica para añadir a sus organizaciones veraniegas un nuevo aliciente. Y así el 31 de agosto de 1886 tuvo lugar en la Plaza de Atocha la corrida que los programas de mano anunciaban de esta forma: Toros de noche. Se prepara una brillante corrida de toros por la noche, a cuyo efecto se están haciendo los preparativos para conseguir una claridad equivalente a la que produce el sol. Y en efecto, los nueve reflectores de arco voltaico proyectaban su luz sobre la arena…, pero también destacaban las sombras de los lidiadores, de los caballos y de las reses bravas. Estas eran dos novillos y cuatro Veraguas que fueron estoqueados por los diestros entonces de moda, Carancha y el guipuzcoano Mazantini.

El festejo duró bien entrada la noche, pues cuando los aficionados, que casi habían llenado el coso, regresaban por el puente Santa Catalina a la ciudad, pudieron oír el grito familiar, “¡Las doce… y serénoooo!” hecho trémolo en la voz del que los turistas franceses habían bautizado como “Crier de Nuit”,  el gritador o el que grita en la noche siendo guardián de los sueños de los donostiarras.

Nadie podía pensar a aquella hora que la corrida nocturna iba a tener un dramático epílogo al margen del que siempre es hipótesis en todo festejo taurino: Un veraneante quisquilloso, D. José Muro, exministro y durante muchos años diputado por Valladolid, criticó con acritud a Arana por haber expendido entradas “de sol”, “de sombra” y de “sol y sombra” siendo así que la corrida era nocturna. Los dos Pepes se enfrentaron en una discusión de la que salió un duelo a pistola que, afortunadamente, no tuvo consecuencias desagradables para ninguno de los contendientes. La sangre no llegó al Urumea, y el Marqué de Cabriñana, asiduo veraneante y maestro en esta clase de lances, pudo atestiguar que los señores Muro y Arana eran dos auténticos hombres de honor.

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