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HOMENAJE A JOSE BERRUEZO CIEN AÑO DE VIDA DE SAN SEBASTIÁN (1879-1979) segunda parte


SEGUNDA PARTE: El Palacio de la Plaza de Guipuzcoa, sede de la Diputación, cuya terminación reclama el editorialista del “Diario de San Sebastián”, comenzado a ser construido un año antes—en junio de 1878—bajo la dirección del Arquitecto Municipal Don José Goicoa.

Un incendio ocurrido la noche de Navidad de 1885, lo destruía totalmente, siendo reconstruido por los Arquitectos Morales de Los Ríos y Aladrén, que el 1 de Julio de 1887 habrían de ver terminadas las obras del Gran Casino por ellos dirigidas junto al Parque de Alderdi-Eder, nombre que se dio el 28 de mayo de 1879 al antiguo parque de maniobras militares.

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El 28 de febrero de 1876, el pretendiente Carlos VII se refugió en Francia poniendo fin en el Norte la guerra que había comenzado cuatro años antes. Este desenlace sorprendió a los donostiarras ya que hasta hacía pocos días los cañones carlistas de Arratsain lanzaban sus granadas contra lo que fue el “Cuartel Real”—periódico que se imprimía en Tolosa—llamó “la ciudad rebelde” y dolorosa secuencia de continuado bombardeo el 20 de enero uno de aquellos proyectiles había segado las dos piernas a Indalecio Bizcarrondo el popular “Bilinch” cantor de las cosas y de las gentes sencillas de nuestra tierra.

San Sebastián podía respirar tras cinco meses se sitio y asedio, a cuyo constante riesgo hubo de añadir la saturación ciudadana, pues el censo de población había doblado al tener como huéspedes a casi diez mil refugiados, gentes de la provincia, liberales, milicianos y sus familias que, al comienzo de la guerra y quedar desguarnecidas las villas del interior, hubieron de venir a la capital al amparo de algún pariente o fiadas en la ayuda de las autoridades.

Casi cuatro años de vivir desplazados de sus pueblos, donde habían abandonado casas, tierras, negocios y ocupaciones, sumieron a aquellos centenares de familias en una grave crisis económica que se prolongó durante largo tiempo puesto que las deudas contraídas para poder subsistir dentro de San Sebastián ampliaron sus plazos de amortización más allá del fin de la guerra. Durante ella los negociantes habían hecho su agosto suministrando a los ejércitos contendientes desde armas y municiones hasta víveres y uniformes, pero no les fueron a la zaga los prestamistas que, en la capital sitiada y con muy raras excepciones medraron a toda costa de la desgracia de aquellos guipuzcoanos. Las alhajas que pudieron salvar en la precipitada evacuación de las localidades amenazadas por el enemigo, las casas y los campos de cuyas rentas se beneficiaba la administración carlista, fueron pasando a manos de usureros que así amasaron pingües fortunas…Pero la guerra hizo también pagar amargo tributo a las gentes del País que, aún estando en el bando vencedor, vieron como el gobierno de Alfonso XII por cuyo triunfo habían ofrecido tantos sacrificios, les imponía la misma sanción que a los vencidos: la pérdida de los fueros.

Si la ruina, debida al fraude político era inevitable y Guipuzcoa y con ella las otras provincias vascas, hubieron de renunciar a su tradicional régimen administrativo, su repercusión económica tuvo en el ámbito familiar un paliativo; el que ofreció la Caja de Ahorros y Monte de Piedad Municipal –autorizada por Real Orden de 4 de Febrero de 1879 que pronto comenzó a funcionar en los bajos del edificio municipal en la plaza de la Constitución, sirviendo desde el primer momento para remediar urgencias económicas de donostiarras y guipuzcoanos.

La segunda guerra carlista había frenado el resurgimiento de San Sebastián cuando en todos los aspectos urbanísticos comenzaba a rehacerse de las pérdidas sufridas durante la primera contienda civil. El derribo de las murallas fue el símbolo de aquel afán que los regidores de la vida ciudadana tenían por recuperar el ritmo de crecimiento que la capital había visto cortado por los cañones de Carlos VII.

De 1872 a 1876, otras ciudades, especialmente Santander, se beneficiaron de lo que comenzaba a ser una fuente óptima de riqueza y de prestigio; el turismo, conocido entonces como el veraneo y como consecuencia San Sebastián hubo de esforzarse no solo para reparar los daños causados en su caserío por las granadas carlistas, sino para que aquella corriente turística que la guerra desvió hacia otras playas, volviese hacia la Concha, donde un pareja de la Benemérita había dejado de montar guardia junto a la sirga que delimitaba la rigurosa separación de sexos, y tampoco la familia Real se lanzaba a las aguas de la bahía desde aquella caseta de líneas orientales, trampolín para las proezas natatorias de la regordeta majestad Isabel II.

Pronto,  cuando el Palacio de Miramar—Casa de Campo de Miramar—elevara su británica silueta sobre el Pico del Loro o de Loreto, la Real familia podría acceder directamente a la Concha. Pero para ello aún habrían de pasar algunos años; los que van desde el final de la guerra carlista hasta el comienzo de la regente Doña María Cristina, cuya presencia en San Sebastián—el 21 de agosto de 1887—elevó a la ciudad al rango de capital veraniega de la nación… Mas durante ese lapso las autoridades donostiarras no permanecieron inactivas; apenas repuestos del susto de la guerra y tomando como referencia el año 1879 en el que se inauguró la Caja de Ahorros Municipal, veremos como se aceleran las obras del antiguo Campo de Maniobras para convertirlo en Parque de Alderdi-Eder; como se vencen las dificultades legales para edificar casas en la Plaza de Guipuzcoa—antes Plaza del Ensanche—donde en Julio de 1878 había comenzado a levantarse el Palacio Provincial, sede de la Diputación… con lo que no prosperó la iniciativa de Arana de construir allí una Plaza de Toros; cómo se crea en Polloe un nuevo Cementerio para sustituir al de San Martín y el Antiguo, que no admiten ampliación y que quedan muy a la vista de la ciudad.

Los tranvías de mulas unen Ondarreta con Pasajes, que con sus restaurantes y bodegones será el fin de la etapa turístico-gastronómica para los forasteros—para los agüistas—que vienen a pasar la temporada a San Sebastián. Para ellos el Ayuntamiento tiene la atención de colocar en las farolas de gas letreros con los nombres de las calles y de instalar durante el verano dos relojes en la Concha con una esfera hacia la playa y otra hacia el paseo.

D. José Arana, al que “El Urumea” periódico no “político” que también comenzó a publicarse en 1879, califica de “activo, empresario e inteligente industrial de esta ciudad y de Madrid” está ya en su escritorio del Bulevar preparando los festejos del verano, que prefigurarán la que pronto habrá de ser culminación de la temporada veraniega: La Semana Grande donostiarra.


Por cierto, que este año Arana organizó para el 24 de agosto una corrida extraordinaria en la que Rafael Molina “Lagartijo” y Francisco Arjona Reyes “Currito” lidiaron seis toros de la ganadería del Excmo. Señor D. Nazario Carriquizi, de Tudela (Navarra), costando la barrera de sombra 7 pesetas, la contra-barrera 4 y el tendido 3,25.

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Una “perra al agua caballero que se coge con la boca”. Esta invitación resonaba con voces infantiles en la pequeña dársena donostiarra. Los chavales tenían el entretenimiento adquirido durante la recién terminada la guerra civil, cuando esperaban en la Concha la “Champa” de los proyectiles artilleros para recuperarlos, dentro del agua, sin estallar. Ahora el arriesgado oficio se ha hecho para ellos alegre juego a la vez que entretenimiento para los veraneantes que matan a la tarde en el puerto viendo llegar las lanchas con el pescado fresco… “una perra al agua caballero” anuncia la proeza natatoria de la chiquillería…

Enmarcado en el barrio de la Jarana con un telón de fondo de Urgull, la dársena, creación del ingeniero Peironcely es uno de los atractivos que la ciudad ofrece al que la visita, y en ella, en el puerto, el veraneante asiste entretenido a las distintas manifestaciones de la vida marítima donostiarra; desde la arribada de las embarcaciones cargadas con la plata viva de las sardinas y las anchoas hasta su golosa degustación junto a los hornillos de carbón vegetal donde asan manjar que pringa las manos inexpertas y que pide los anchos vasos de la refrescante “sagardoa”. Pero antes la curiosidad se detuvo junto al corro donde se subasta la buena parte de la pesca que, luego, cuando al atardecer matiza de violeta las calles de la ciudad, será pregonada con agudas voces femeninas: “¡Sardiña…sardiña…prescua ta aundiya!”

Más tarde, en el café Oteiza, en el del Comercio o en el de la Marina la taza de chocolate “a la francesa” señalará en el horario veraniego al comienzo del anochecer… El farolero con su larga pértiga al hombro recorrerá las calles prendiendo el gas en los reverberos. Y el telón del Principal se levantará para dar paso a las emociones de un drama de Echegaeay.

El veraneante llegado aquí en ferro-carril que hacía poco tiempo había sustituido a las diligencias “Peninsulares” a las del “Norte y mediodía de España” y a “La Victoria”, tres empresas que en competencia cubrían el trayecto de Madrid a Bayona, se alojaba en el Parador Real de la calle Mayor, en el de Isabel en la Plaza de las Escuelas, en la fonda de Berdejo o en la de Martín Ezcurra en la posada de “Tripaqui” o en “Sucaldenea” o quizá en el recién inaugurado “Hotel Inglés”.

Pero ¿Cómo transcurría la jornada veraniega en el San Sebastián del siglo XIX? Completaré lo hasta ahora dicho con la descripción que hace algunos años bosquejé. (José Berruezo).

“De siete a nueve de la mañana exhibiendo las damas aquellas amplias blusas de estameña azul y aquellas papalinas de hule con las que a conveniente distancia de los caballeros se sumergían en las aguas del Cantábrico. Lo elegante era bañarse temprano para luego desayunar e ir a dar unas vueltas bajo los arcos de la Paza Nueva hasta las doce o salir “de tiendas” hasta la hora de comer. Por la tarde siesta, merienda y más vueltas, esta vez por el Paseo de Santa Catalina.


Cuando se encendían los quinqués de aceite—sesenta había en toda la ciudad antes de la guerra carlista—de nuevo a la plaza para seguir paseando hasta la hora de cenar… y así un día y otro hasta completar la novena o quincena de baños. Durante la cual se hacía la obligada excursión a Pasajes donde, atravesando la bahía en bote impulsado por la fuerte remada de las bateras, se visitaba la fábrica de porcelana.

La industria de alquiler de pisos ya existía entonces, costando la estancia diaria cinco o seis pesetas a las personas mayores y tres a los niños y sirvientes. Esta distinción de tarifa también se hacía en las fondas que cobraban por pensión completa treinta y quince reales respectivamente (cuatro reales suponía una peseta, cada real ,025 céntimos). Por aquel dinero, pagado en sonante oro o plata, los veraneantes de hace un siglo (la historia que estamos contando corresponde al centenario 1879—1979), gustaban como desayuno: chocolate, vaso de leche con azucarillo y panecillos o bizcochos; a mediodía sopa de puchero, dos cocidos, dos o tres clases de pescado y ternera o pollo asados, postre, vino y sidra; a las cinco de la tarde, para merendar, chocolate y leche o dulces; y de cena pajeles fritos, merluza,  sardinas, ensalada cocida y una chuletillas, postre y vino.”

A medida que aumenta la afluencia de forasteros, crece el número de hoteles y fondas, cuya calidad testimonia el atractivo que ejerce la playa y la importancia y fama que como ciudad turística va cobrando San Sebastián.

Al año justo de terminar la guerra carlista, un francés M. Dupouy, construye el Hotel de Londres—luego Hotel du Palais – que ocupa la manzana limitada por las calles Fuenterrabía, San Marcial, Guetaria y la Avenida. Es una suntuosa residencia en la que se alojarán ilustres viajeros; el príncipe de Gales, la archiduquesa Isabel de Austria, los reyes de Servia y de Portugal, la aristocracia española y extranjera. Era un auténtico “Palace” pensado para luchar contra la competencia de la vecina playa de Biarritz. Sus verjas y su parque sirvieron de telón de fondo para una tragedia local; los sangrientos sucesos del 27 de agosto de 1893 conocidos por la “noche de los tiros de Sagasta” motín popular que tuvo origen en la supresión de “Guernikako Arbola” en el concierto nocturno del Bulevar.

Aquella torpeza gubernativa costó un muerto y varios heridos a los donostiarras que gritaban su protesta contra las autoridades y de manera especial contra el presidente del Consejo de Ministros D. Práxedes Mateo Sagasta que a la sazón se hospedaba en el hotel.

Monsieur Flagey, un pastelero francés establecido en la capital guipuzcoana publicó en 1898 una curiosa guía en la que bajo el título “St. Sebastien et sa Province” recoge cuanto podía interesar a un turista refiriéndose a los establecimientos hosteleros califica al “Londres” como “el hotel de la aristocracia” y dice del “Continental” que es alegre pudiéndose gustar en él las comodidades de la vida. Construido en 1884, en él se albergaban la Infanta Isabel, los grandes duques de Rusia Alexis y Vladimiro y el príncipe Obelenski. Lo dirigía en aquella época M. Estrade.

Otro hotel menos caro regido por M. Bonnehon, era el de “France”, propio para una clientela que busca una hospitalidad tranquila y burguesa. Hacía un ángulo en las calles Oquendo y Camino. También en ángulo-- en el que forman las calles Guetaria y San Marcial—estaba el de “Berdejo” con clientela escogida y fiel… frecuentado por viajeros y turistas y recomendado para familias.

Todos esos hoteles, nos dirá M. Flagey, tienen ómnibus a la Estación y están alumbrados por luz eléctrica.

En cuanto a restaurantes—donde se puede comer desde diez hasta catorce reales—había en el último tercio del pasado siglo (recuerdo que esta historia está escrita en el centenario 1879—1979), la “Urbana”, Bourdette”, “La Mayorquina” y la “Pastelería Francesa”. “La Urbana” estuvo siempre bajo los arcos de la Plaza de Guipuzcoa. Una comida en ella—dice M. Flagey—es una de las locuras favoritas de la juventud. La cocina la tenía a su cargo el Sr. Echave.

La “Pastelería Francesa”—en el número 4 de la calle Miramar, junto al Gran Casino—contaba con anexo con el Restaurant Flagey-Lacay en el que podía encontrarse una cocina siempre sana y cuidada que no estropea el estómago ni estraga el gusto… Los turistas extranjeros que se propongan pasar una temporada aquí deben anotar con tinta roja en su carnet la “Patisserie Française”, escribe en su libro M. Flagey haciendo la propaganda de su negocio.

Si en San Sebastián, en el siglo XVIII, solo tenía carruaje el Gobernador Militar, en el XIX, después del derribo de las murallas, la aristocracia local y especialmente la burguesía enriquecida con el comercio ultramarino, disponía de coche propio para desplazarse hasta las quintas del otro lado del Urumea para ir de viaje a Bayona y de excursión a Pasajes o al valle de Loyola, o simplemente para llegar al barrio de San Martín donde en las cocheras de Elósegui podían alquilarse carruajes tan elegantes como los que de Madrid traían todos los veranos los Medinaceli, los Infantado, la Duquesa de Bailén o el Infante D. Sebastián… Pero el vehículo que en el último cuarto de siglo puso su simpática estampa en el Bulevar y en la Avenida fue la “cesta”, ligera como un tílburi, conducida por un auriga de boina colorada, alegre para ir a los toros entre el estallar de los látigos, rápida para, dejando atrás las villas recién construidas más allá de Ategorrieta, cubrir con presteza el recorrido hasta el Pasajes de las bateleras.

Pero como no todos en San Sebastián disponían de coche propio y como alquilar un fiacre o simón con su cochero enchisterado quedaba reservado para los cortejos fúnebres a San Bartolomé primero y luego a Polloe, el transporte público, a medida que el perímetro urbano se ensanchaba, era un problema que D. Eusebio García y Lejárraga quiso resolver consiguiendo el 1 de marzo de 1884 una concesión de la Diputación Guipuzcoana para establecer, desde el Antiguo hasta Rentería, un servicio de tranvías… que no llegaron a arrancar hasta el 18 de julio, fecha en que la Compañía Anónima se hizo cargo de llevar adelante la iniciativa mediante un suscripción pública de 250 acciones de a 500 pesetas. Fue aquella una empresa animada por D. Ramón de Brunet y Prat como presidente, y por D. José de Brunet y Bermingham, D. Atanasio Osácar y Urrutia, D. Luis Calisalvo y Echandía y D. José María Elizarán Sarobe, como vocales.

En medio de una salva de aplausos de las autoridades y los curiosos congregados en el paseo de la Concha, el 18 de julio de 1887 arrancó el trío de mulas que arrastraba uno de los “elegantes carruajes” que la Compañía ponía a disposición del público.

Ocho vehículos cerrados y seis abiertos, veintiuna mulas y doce caballos era el “parque móvil” que desde el Antiguo hasta Ategorrieta sirvió el día de la inauguración del servicio a la curiosidad de 2.380 personas que se sintieron viajeras a través de la geografía urbana del San Sebastián finisecular; 2.380 usuarios del transporte “en común” que pagaron a diez céntimos el kilómetro y dos más—lo que entonces llamaban un ochavo—si tenían el capricho de que en el recorrido les acompañase su perro… Aunque para entonces—valga el inciso—había aquí perros “capitalistas”; los de aguas que formaba parte de la tripulación de las embarcaciones pesqueras en las que cobraban su “partiya” como un marinero más.

Los tranvías que pasaban el túnel de Miramar abierto por la Compañía, a la que más adelante el Ayuntamiento abonó el 75% de los gastos en la obra, prolongaron el recorrido, el 27 de julio de 1888 hasta Pasajes Ancho donde se sincronizó el servicio de las bateleras con la llegada y la salida del nuevo medio de locomoción.

El 22 de agosto de 1897 se introdujo una importante novedad en los tranvías; la electricidad que sustituyó la tracción de sangre por el impulso de los invisibles H.P…. Los bigotudos conductores hubieron de cambiar el látigo por la manivela, pero conservaron la campana cuyo tintineo sonó y resonó por las calles donostiarras hasta el año 1948 en que los autobuses—línea Amara—y los trolebuses—a Venta-Berri e Igueldo-- relevaron a los blancos tranvías de larga percha y a sus remolques las simpáticas y ventiladas jardineras.

Otros transportes colectivos tuvo San Sebastián ya entrado el siglo XX: el tranvía a Ulía y el que trepaba por la ladera hasta la cumbre de Igueldo. El primero fue inaugurado el 8 de junio de 1907 y en tres cuartos de hora hacía el recorrido desde la Plaza Vieja, o sea, desde el Bulevar, hasta el Casino levantado a unos centenares de metros de la cima del monte. El funicular de Igueldo, como se llamó al pequeño ferrocarril de cremallera, tardó algún tiempo en ser inaugurado pues un sector de la población veía en él el riesgo de una catástrofe si llegaba a romperse el cable de tracción. Pero vencidos los temores, el 25 de agosto de 1912—con el pretexto de una fiesta benéfica—quedó abierto al público que pagaba 50 céntimos por el billete de ida y vuelta.

Tanto en Ulía como en Igueldo fueron instalados sendos casinos con restaurantes y atracciones, pistas de baile, skating, etc. Junto al de Ulía destacaban las grandes ruedas metálicas del trasbordados ideado por el ingeniero Torres Quevedo, artilugio mecánico inaugurado el 30 de septiembre de 1907, que en una frágil barquilla llevaba a los curiosos por encima de una honda vaguada hasta el Tiro de Pichón, ofreciéndoles una espléndida panorámica del monte y del mar… que no a todos el miedo dejaba de gustar.

Pasaron los años y decayó el interés de la gente por Ulía, mientras iba creciendo hacia Igueldo. La razón me la explicó hace cincuenta años (insisto en la fecha en que se escribió estas crónicas 1879-1979) Rufino San Martín, uno de los navarros promotores de éste último; la rapidez del acceso. Si los empresarios de Ulía hubiesen instalado—desde Manteo o desde Montpás—un funicular en vez  de optar por las lentas y traqueteantes “jardineras” del tranvía, otro gallo habría cantado al Casino, al restaurante, al Tiro y a las demás atracciones esparcidas por aquel vello rincón de la geografía guipuzcoana.


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El 24 de diciembre de 1898 el ingeniero D. Manuel Garbayo presentó en el Gobierno Civil un proyecto para la instalación de un tranvía eléctrico entre Hernani y San Sebastián.

Otro tranvía urbano fue  el de la capital a Tolosa nacido en una reunión de fuerzas vivas celebrado en el Palacio Bellas Artes el día 12 de enero de 1902. En el proyecto eléctrico intervino el ingeniero D. Miguel Landi, padre del que sería notable pintor Carlos Landi, y hubo de esperar para ser realidad hasta las cuatro de la tarde del 16 de agosto de 1911 en que se inauguró el tramo San Sebastián—Andoain recorrido por aquel tranvía eléctrico—que muchos todavía han conocido—en cincuenta minutos.


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