EL REGALO DE NAVIDAD – (cuento)
INSPIRADO EN “O.HENRY”
Dora Mercader contó varias veces las monedas que tenía. No eran gran cosa, peor aún eran muy poco dinero para la compra que deseaba hacer, 10 euros y 80 céntimos. Había ido guardando poco a poco de las vueltas de las compras diarias. Se obligaba a sí misma a regatear en la tienda, la frutería o carnicería y se ponía colorada cuando hacía este papel tan avaro, pero solo así podía guardar algún dinero, ya que andaban muy escasos económicamente.
Dora tenía 24 años, de ojos azules, cuerpo deseado y era agradable, pues tenía una conversación fluida y enseguida hacía amistades. Tenía un cabello largo, tan largo que le llegaba hasta más abajo de la cintura y muy bien cuidado.
Mañana era Navidad y quería comprarle un regalo a Alberto su marido, (29 años) y solo tenía 10 euros y 80 céntimos para comprarle un regalo, un regalo que le hiciera mucha ilusión, ella ya sabía que regalo le gustaría, y mucho, pero el dinero le escaseaba.
Dora estaba desilusionada consigo misma: se dejó caer en el viejo sofá, y se lamentó de su situación.
Mientras lloraba pensando que su vida sería para siempre, sollozos y de cuando en cuando alguna sonrisa, le brotaban las lágrimas. Solo al pensar en Alberto, al que tanto quería, se alegraba de haberle conocido y cuando estaba con él se consolaba y disfrutaba de su compañía.
Cuando se calmó un poco estuvo pensando en cómo podía resolver esta situación. Subió a la planta de arriba. Desde la escalera lanzó una ojeada a la casa. Era una pequeña casa amueblada que la habían alquilado hacía poco tiempo, cuando el sueldo de Alberto bajó considerablemente, por el que pagaban 300 euros al mes. No era un refugio para mendigos u ocasionales, pero si lo hubieran visto los de higiene municipales, les habrían hecho pensarlo algún tiempo. Al ocuparlo tuvieron que hacer una limpieza total, La renta era barata, pero, era un piso que había estado desocupado mucho tiempo.
En el buzón que se hallaba en el portal, nunca tenían correspondencia. Cuando entraron en el piso pusieron su tarjeta. “Alberto Romero—Dora Mercader”
Antes vivían en una casa más confortable. Fue un tiempo corto pero muy felices. El señor Romero, como le trataban entonces, el marido de Dora ganaba 1.900 euros al mes. La empresa en la que trabajaba como ingeniero técnico cerró y aunque tuvo suerte de encontrar otro trabajo, pero de menor responsabilidad, había pasado a ganar 900 euros al mes. Pero no toda la felicidad se mide con el dinero. Cada día cuando Alberto llegaba a casa, Dora lo recibía con un gran abrazo mientras le decía “Alberto cuanto te quiero”
Dora, una vez más, dejó de llorar y se puso maquillaje en las mejillas. Desde la ventana de la habitación se veía la circulación de la carretera, eso le distrajo un poco pero no dejaba de pensar en que el día siguiente era Navidad y solo tenía 10 euros y 80 céntimos.
Había estado mucho tiempo ahorrando hasta el último céntimo que había podido. Pero ganaba 900 euros al mes y no se podía hacer más. Había tenido más gastos de los que había previsto. Siempre pasa.
Había pasado muy buenos ratos pensando qué le regalaría a su marido. Quería que fuera algo delicado, especial, de calidad, que fuera digno de pertenecer a Alberto.
De repente Dora se alejó de la ventana y se colocó delante del espejo de cuerpo entero. Era delgada y esbelta. Los ojos le brillaban, pero su cara perdió enseguida la expresión. Se deshizo el pelo y se lo dejó suelto.
Dora y su marido tenían dos cosas de las que estaban muy orgullosos. Una era el reloj de bolsillo de oro de Alberto, que había heredado de su padre y que ya había sido de su abuelo. La otra era el cabello de Dora. La cabellera tan bonita de Dora, de color castaño, caía ahora con sus rizos como si fuera una cascada de agua. Le llegaba hasta la rodilla y la envolvía como si fuera un manto.
Entonces se la volvió a recoger nerviosamente. Estuvo un minuto allí de pie, dudando mientras una lágrima le caía sobre la alfombra.
Se puso la chaqueta y el sombrero, todo viejo y gastado, bajó las escaleras todo lo deprisa que podía y con un revuelo de faldas y con los ojos brillantes aún, abrió con impaciencia la puerta de la casa y salió a la calle.
Llegó corriendo y jadeando delante de un letrero que decía: “Peluquería María Jesús, compramos cabellos de calidad de todo tipo”. Tuvo que calmarse antes de entrar.
Cuando tuvo a la dueña de la peluquería delante, vio que era una señora ancha, demasiado blanca, de aspecto muy frío. No parecía que le sentara bien el nombre de “María Jesús”, pues tenía una voz bronca y su lenguaje era seco y cortante.
--¿Puede comprarme mi pelo?—le preguntó enseguida Dora.
--Compro cabello, sí—dijo la señora--¡Pero antes quítese el sombrero y déjeme ver su pelo! Le dijo a Dora como con desprecio, pero tenía que soportar, necesitaba el dinero para el regalo de su marido.
La cabellera de Dora se soltó otra vez como si fuera una cascada.
--Le doy 50 euros—dijo la peluquera, después de tocarle aquellos cabellos con manos expertas.
--De acuerdo, démelos enseguida—dijo Dora.
Las dos horas siguientes pasaron volando.
Después Dora fue de tienda en tienda buscando el regalo para Alberto.
Al fin lo encontró. Parecía hecho expresamente para él. No había ninguno parecido en las tiendas en las que había rebuscado.
Era una cadena para el reloj de bolsillo de Alberto, que le tenía mucho cariño, pues más que el valor económico era el valor sentimental de haber pertenecido a sus ascendientes, pero tenía la cadena ya en muy malas condiciones, se había soltado en varios eslabones y estaba mal reparada, Alberto la había sujetado con un hilo de acero y le hacía perder a la vista cualquier valor que se le tuviera.
El regalo le costó 60 euros, así que volvió a casa con los 80 céntimos que le quedaban.
Con aquella cadena, Alberto tendría siempre ganas de mirar la hora, para que le vieran sus compañeros que el reloj ya tenía una digna cadena. Cuando Dora llegó a casa fue pasando de la excitación a la prudencia. Sacó los hierros de rizar, encendió la luz de gas y se puso a arreglar su cabello.
Con esfuerzo y gran dedicación, intentó disimular los estragos causados por su generosidad y su amor.
Pasados 40 minutos, su cabeza estaba cubierta de pequeños rizos. Parecía un chaval. Se miró un buen rato en el espejo, sin gustarle lo que veía.
“Alberto que dirá cuando me vea, --pensó—me dirá que parezco una corista. ¿Pero qué podía hacer yo?, ¿Qué podía hacer con 10 euros y 80 céntimos?”
A las 7 de la tarde tenía el café preparado y la sartén lista, encima de la estufa caliente para freír las costillas de la cena.
Alberto nunca llegaba tarde. Dora apretó la cajita de la sobre su pecho y se sentó en una esquina de la mesa, cerca de la puerta de entrada.
Entonces lo oyó que subía las escaleras y se puso blanca por un momento. Tenía costumbre de decir alguna pequeña oración para sí misma en las situaciones más cotidianas, y ahora le salieron estas palabras: “Dios mío, os pido que aún le parezca bonita”.
La puerta se abrió. Alberto entró y la cerró. Se le veía delgado y muy serio.
Pobre chico: tenía 29 años y ya tenía cargas familiares, pensó Dora. Necesitaba un abrigo nuevo y no tenía guantes.
Alberto se había detenido en la puerta, tan quieto como un perro cazador que ha olfateado una codorniz. Miraba fijamente a Dora, con una expresión que ella no supo interpretar y que la llenó de miedo.
No era enfado ni sorpresa, ni desaprobación, ni horror, ni ninguno de los sentimientos o de las reacciones para las que ella se había preparado. Alberto la miraba fijamente con una expresión extraña en la cara.
Dora se levantó y se le acercó.
--Querido Alberto—le dijo—no me mires de este modo. Me he cortado el pelo y lo he vendido porque no hubiera podido vivir esta Navidad sin poder hacerte un regalo. El pelo ya me volverá a crecer, ¿no te molesta, verdad? Tenía que hacerlo. Piensa que me crece deprisa. Di Feliz Navidad, Alberto, y seamos felices. No te imaginas que regalo más bonito te he comprado, es precioso.
--¿Te has cortado el pelo?—dijo Alberto con dificultad, como si hubiera necesitado hacer un gran esfuerzo mental para asumirlo.
--Lo he cortado y vendido—dijo Dora--. ¿Pero te gusto igual, verdad? Sigo siendo yo, Dora…
Alberto miró alrededor de la habitación como si fuera la primera vez que la veía.
--¿Dices que ya no tienes pelo?—dijo, y lo repetía de una manera que casi parecía idiota.
--No hace falta que lo busques—dijo Dora—Está vendido, ya te lo he dicho… vendido, desaparecido. Es la noche de Navidad, Alberto. Lo he hecho por ti. Debemos estar bien el uno con el otro. Puede que los cabellos que tenía se pudieran contar, uno a uno—dijo con voz duce y seria a la vez--, pero nadie podrá contar nunca el amor que te tengo. ¿Preparo la cena Alberto?
Ahora parecía que Alberto salía de su asombro. Abrazó a su mujer.
Y es que en el amor, no importa que ganes 3.000 euros al mes o 1 millón al año, no es una cuestión de números. Papá Noel traía regalos de mucho valor, pero los regalos hechos con amor son los más valiosos.
Entonces, Alberto sacó un paquete de la cartera y lo dejó encima de la mesa.
--No me interpretes mal Dora—dijo. Nada que puedas hacerte en el pelo hará que me gustes menos. Pero si desenvuelves este paquete verás por qué he reaccionado de esta manera.
Con sus hábiles dedos blancos, Dora desató el paquete y lo desenvolvió. Entonces, se oyó primero un grito de alegría; pero, enseguida empezó a llorar y a gemir.
Alberto acudió a consolarla. Dentro del paquete había las pinzas para el cabello, para poner por los lados y por detrás, que Dora había admirado muchas veces en un escaparate de Barcelona. Eran unas pinzas preciosas, hechas de carey, con los bordes adornados de pedrería, que conjuntaban muy bien con aquel cabello que había tenido
Dora sabía que aquellas pinzas eran caras, y aun habiendo suspirado por tenerlas, sabía que no las podía tener. Ahora estaban aquí y eran suyas, pero las trenzas que debían adornar ya no estaban.
Dora abrazó las pinzas contra su pecho; miró a Alberto con ojos llorosos y al final pudo sonreír y le dijo. --¡Que rápido me crecerá el pelo Alberto!
Entonces dio un salto y añadió:--¡oh, oh!-- Alberto aun no había visto su precioso regalo. Lo tenía apretado al pecho junto con las pinzas. Le ofreció el pequeño paquete con las dos manos. Ahora mirarás la hora cada minuto para que te vean este regalo.
Alberto sonrió y abrió el paquetito. ¿a que es preciosa? He recorrido toda la ciudad para encontrarlos. Dame tu reloj. Quiero ver cómo queda.
Pero en vez de obedecerla, Alberto se dejó caer en el sofá, se puso las manos en el cuello y sonrió.
--Dora—dijo—dejemos un momento nuestros regalos de Navidad. Son muy bonitos como para verlos solo como un regalo. He vendido el reloj para tener el dinero necesario para comprarte las pinzas. Qué te parece, ¿cenamos?
Los dos estallaron en una estruendosa carcajada. Se pasaron fácilmente diez minutos sin poder frenar las risas. Se abrazaron con pasión y comenzaron la cena de la mejor y más larga noche de Navidad.
Tanto Papá Noel como Los Reyes de Oriente eran hombres sabios, ya lo sabéis, y llevaron sus regalos al niño Jesús al pesebre. El uno y los otros se inventaron los regalos de Navidad. Seguro que como eran unos hombres sabios, haría unos buenos regalos e incluso, los podrían cambiar si estaban repetidos.
Yo os he explicado tan bien como he sabido la historia de estos dos jóvenes: alguien puede decir que fueron unos imprudentes y que tuvieron la poca sensatez de sacrificar los dos principales tesoros que tenían en casa. Pero no me lo parece. A mí me parece que de todos los sabios de ahora, de todos los que hacen y reciben regalos, los que hacen como Alberto y Dora son los que más sabiduría muestran. Ellos son los auténticos Papá Noel y Reyes de Magos.
San Sebastián/Donostia, 15 de Marzo 2021
José María Goikoetxea 18 de Marzo de 2020
División de las manzanas en solares P A R R A F O III División de las manzanas en solares Por lo que antes hemos dicho sobre la dirección de las calles en la nueva población, se deduce que sus edificios quedarán bien orientados y resguardados por completo de los vientos más incómodos y nocivos. Conseguida esta ventaja era además necesario distribuir la edificación en manzanas y estas en solares, de manera que no resultasen grandes masas, dejando libre acceso en las habitaciones al aire, a la luz y al calor del sol, agentes indispensables para su salubridad y saneamiento. Para satisfacer a estas condiciones y teniendo en cuenta el perímetro destinado al ensanche, nos ha parecido que lo mejor sería reunir varios edificios con espaciosos patios centrales, de modo que por lo menos quede con dos fachadas libres siendo las otras dos medianerías. En las manzanas destinadas a la clase acomodada, podrían construirse ocho casas; cuatro de ángulo con una superficie de 360 metros cuadrados ca...
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