ROBINSÓN
Notables autores nos han ilustrado con sus escritos la
vida y milagros de diferentes Robinsones, casi todos de pura fantasía. San Sebastián ha tenido su Robinsón: Robinsón de
verdad. José Vicente Arruabarrena, noveno hijo de José Ignacio, nació en el
monte Igueldo, en el caserío Mendigain, destruido en la primera guerra civil y
reedificado por José Ignacio para albergue de su numerosa familia. Manifestó
José Vicente desde sus infantiles años un carácter taciturno e inclinaciones a
la vida independiente y solitaria, más estas circunstancias no le valieron para
librarse de las llamas en que ardía el país en aquella funesta primera guerra
civil, y lo llevaron a engrosar las filas carlistas. Después de tomar parte en
muchos combates y escaramuzas, tuvo la dicha de regresar a su casa ileso.
La nueva vida que había hecho
no cambió nada su modo de ser, y después de pocos días de estancia, desapareció
del hogar paterno. Al cabo de tres años apareció José Vicente al amanecer en el
umbral de su casa, y cual otro hijo prodigo, fue recibido y agasajado por sus padres.
Refirióles la vida errante que había hecho caminando por montes y pueblos,
preguntándole con que medios se sustentaba, contestó que Jesucristo anduvo por
el mundo sin un ardite y que el quiso imitarle.
Dominado por sus instintos de
independencia, el medio de vivir aislado y como con paciencia y constancia se
realizan muchos fines, vio colmados sus propósitos.
Había antiguamente una calzada
que conducía al Antiguo, y en sus derivaciones a la parte del mar, una cinta de
tierras como abandonadas entonces, que pertenecía al Ayuntamiento. Con el
consentimiento de esta Corporación, estableció José Vicente en ellas su
dominio, y como además unía a sus cualidades la de ser ingenioso, edificó una
barraca con tierra y tablas e hizo un cerco de palos y cañas hasta la orilla
del mar. Hay que advertir que en aquel tiempo no existía el gran murallón que
circunda hoy la hermosa playa, solo había un corto trozo a la bajada de la
primera rampa. La mayoría de lo que constituye hoy el paseo de la Concha con
sus casas y parte de la calle de Zubieta, eran grandes montones de arena como
los que existían en terrenos del Sr. Gros.
Fue el año 1845 bastante malo
para la clase proletaria: el Ayuntamiento, con el fin de dar trabajo, acordó
rebajar y nivelar aquellas semimontañas; empleó unos cien hombres y otras
tantas mujeres; estas ganaban cuatro reales diarios y aquellos seis, trabajando
de sol a sol, menos las horas de descanso. No se conocían entonces los
huelguistas, socialistas, ni otros muchos partidos que después se han creado y
dividido en infinitas fracciones para gloria y tranquilidad de la nación; no
bullían más que blancos y negros, con más consecuencia y fe que hoy en sus
principios.
Instalado José Vicente en su
posesión, dedicose al cultivo de hortalizas, cría de aves y pájaros que cuidaba
con esmerada solicitud, no faltando su compañero y guardián el perro de aguas,
llamado Pinthó. Tampoco desperdició
el tiempo en sus cacerías por los montes, el ellos aprendió con una partida de
gitanos el arte de hacer y componer cestos y sillas. Esta industria unida a su
laboriosidad le proporcionaba medios para vivir satisfecho.
Entre las aldeanas que
diariamente transitaban al mercado de la ciudad por aquel extraño albergue, había
muchas que notaban en él la falta de algo que completaría la felicidad de José
Vicente; todas querían contribuir a su dicha, sin ser egoístas pensando en la
propia.
No faltaban, pues, al
codiciado solitario frecuentes indirectas y requiebros cariñosos que a su
manera le endilgaban aquellas varoniles amazonas; pero endurecido su corazón
con el convencimiento de la independencia y fijo siempre en su idea creyéndola
como la mejor y la más sabia, hacíase el sordo a las insinuaciones de aquellas
generosas matronas que trataban de turbar su habitual e inalterable
tranquilidad.
Por lo extraño del lugar y la
vida original que hacía su huésped dieron todos los transeúntes en llamarle Robinsón, y ya no se le conocía por otro
nombre.
Formose por aquel tiempo una
empresa por acciones de la nueva carretera de Andoain a Irún cuya carretera se
inauguró el 1º de Junio de 1847, y pasaba por medio del hoy Paseo de la Concha.
El Ayuntamiento cedió a la
empresa la antigua calzada y el reducido continente que ocupaba Robinsón. La Junta Directiva quiso
expulsarle, pero altas influencias trabajaron a favor de aquel, logrando
continuara en sus dominios mediante un canon de cinco pesetas al año.
Hubo en San Sebastián un
distinguido caballero llamado D. Joaquín Ibar, muy aficionado a la caza en
compañía con otros amigos. Se les ocurrió. poner cría de conejos en la Isla
Santa Clara; obtenido permiso mandaron traer bastante número de aquellos
animalitos que, según refieren los sabios animalistas Buffon y Cuvier, son los
más fecundos que existen, poniendo al año de 50 a 60 crías cada coneja.
Decidieron también, como
necesario, nombrar un guarda y por unanimidad acordaron fuera Robinsón. Aceptó este con mucho agrado
el destino que hallaba en armonía con sus inclinaciones y gustos y tomó
posesión de él construyendo para su albergue una choza, porque en aquel tiempo
no existía en la isla el faro de hoy ni otra obra. Se trasladó Robinson con sus muebles al nuevo
domicilio y creyó haber llegado al fin de sus aspiraciones como feudal
disponiendo de vidas y haciendas, armado de caballero (digo de carabina) y
acompañado de su leal Pinthón.
Disfrutaba también de un bote con pertrechos y mataba de cuando en cuando un
conejito o una gallinita para saborear su paladar y satisfacer su buen apetito
variando de condimentos. Dormía en profundo y tranquilo sueño y soñaba ser rey
de los reyes discurriendo en su fantasía el colmo de la felicidad. ¡Felicidad!
Vana palabra. La vida, que a instantes huyendo va es un tejido de desdichas que
aflige a la humanidad.
Así sucedía al pobre Robinson; al despertar de tan hechiceras
ilusiones, mortificaba su mente la idea del término de aquellas, que tan grata
hacían su existencia. Dos años llevaba ya en la isla y la semilla conejera no
daba señales de multiplicación a pesar de su fecundidad; otro año más y ya ni
los padres ni las madres salían de sus huroneras, realizándose los tristes
pensamientos de Robinson, que
terminaron el ensayo con tan malos resultados.
Se instaló de nuevo en su
antiguo continente, pero como la desgracia, en general, cuando se complace en
perseguir, no abandona hasta su fin, fue acometido de una grave enfermedad y
falleció nuestro pobre Robinson en el
hospital civil.
De entonces acá, muchos
cambios ha habido en esa parte, construyéndose un murallón: D. Juan María
Errazu edificó una casa. Barrenó la mar los cimientos del primero y hubo que
derribar la casa adquiriéndola el municipio para la construcción del hermoso
Paseo de la Concha, pasando por un magnífico túnel, que llamará la atención de
nacionales y extranjeros, por la circunstancia de haber hecho obra de tal
magnitud por un pequeño terreno que resulta, cual si hubiese sido necesario
horadar grandes montañas para dar acceso a la población. Poderosas y atendibles
consideraciones determinaron la realización del proyecto, que resultó bien
hecho y de mucho gusto, como todo cuanto hacen y edifican en San Sebastián
corporaciones y particulares dentro y fuera de la población, excepción hecha de
un enorme paredón que existe en las
alturas de San Bartolomé, sin otro resultado práctico que contener la furia de
terribles tempestades que con frecuencia resuenan en la costa cantábrica.
San Sebastián/Donostia--20 de
Julio de 2020
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