EL JEFE DE
ESTACION - cuento
La iglesia de La Asunción (Nuestra Señora
de la Asunción), se encuentra a 10 kilómetros de la ciudad “Bertom”. La ciudad
tiene este nombre en honor a un famoso pintor del siglo XVIII.
Además la iglesia de la Asunción se encuentra
en un pueblo del mismo nombre, Asunción, y muy cerca de la estación del
ferrocarril, que dicha estación también llamada estación la Asunción.
Curiosamente las pocas calles del pueblo
todas están dedicadas a la Virgen; Calle de la Ascensión, de la Anunciación, de
la Madre de Jesús… en fin, todo el pueblo bajo la advocación de la Virgen.
Todos los años se celebra en la iglesia
las vísperas de la Asunción, a la que acude todo el pueblo, tanto los
campesinos, que son los más, como la Corporación Municipal.
A pesar de ser un pueblo pequeño tiene
un coro de gran calidad, dirigido por el padre Julián, párroco de la iglesia y
sobresale en dicho coro la voz de tenor de Fortunato, que en muchas ocasiones,
le solicitan, para cantar en la catedral de San Pedro que se encuentra en
Bertom, la ciudad.
Terminado el acto religioso “Fortu” como
le llamaba todo el pueblo, se detiene, como muchos de los asistentes, en la taberna
del pueblo que también es posada, panadería, frutería, vamos, que vende de
todo.
Bernardo, el dueño, es quien atiende a la
clientela de la taberna, ya que el resto, panadería, frutería, etc. atiende su
mujer Rosario.
Cuando en la taberna ya queda poca gente
Fortu le cuenta a Bernardo, en esta ocasión como en otras muchas, alguna
anécdota de cuando trabajaba en la fábrica de ladrillos que se encuentra a
medio camino entre el pueblo y la ciudad.
“En la fábrica de ladrillos—contaba
Fortu—teníamos nuestro coro que lo componíamos simples obreros, bueno nos
dirigía un ejecutivo de la fábrica. Cantábamos muy bien. A menudo nos llamaban
de la catedral y cantábamos con el coro de la diócesis, ellos a la izquierda y
nosotros a la derecha, entonces nos dirigía un canónigo.
“Cuando cantábamos en la catedral
llevábamos un muy amplio repertorio. Al terminar la función religiosa el coro
de la diócesis se marchaba, pero nosotros nos quedábamos, porque cantar era lo
que más nos gustaba, además se trataba de música religiosa que a todo el grupo
nos gustaba. Entonces nos dirigía el párroco D. Tomás, mucha gente se quedaba a
escucharnos, aunque otros se marchaban porque les resultaba muy largo,
comenzábamos en la función a las ocho y aunque terminase la a las nueve
nosotros nos quedábamos hasta las diez o diez y media. Ahora los jóvenes no
quieren dedicarse a la música y mucho menos al canto religioso.
“Una vez terminado nuestros cánticos el
párroco nos daba de cenar, que por cierto nos cuidaba muy bien, se conoce que
le interesaba tenernos contentos, después de la cena volvíamos en autobús, ya
que todos éramos del pueblo, además tú ya te acordarás que entrábamos todos a
tomar un café o café con leche.
“Ahora los jóvenes no quieren dedicarse
a la música y mucho menos al canto.
“Como ya no trabajo, me dedico al coro
de la parroquia.
Toda esta pequeña historia se la contaba
Fortu a su amigo Bernardo, y este le escuchaba con aparente atención, pues ya
había tenido que oírla muchas veces pero, como le veía tan entusiasmado
contándola pues le aguantaba, total eran unos minutos.
Fortu era todavía joven, tenía cuarenta
y cinco años, pero su apariencia era enfermiza, se había dejado un poco de
barbita rala, que se la mantenía así, no la dejaba crecer más, esta barba era
canosa que, junto a las arrugas que tenía aparentaba un hombre mayor.
Fortu tenía una historia de faldas. Una
mujer de la fábrica tras una temporada de relaciones quedó embarazada. Todavía
no se habían casado Dolores y él, eran novios, pero tenían próxima la boda,
cuando Dolores se dio cuenta que Fortu se había quedado sin dinero al decirle a
ella que no podía pagar la renta de su piso y que se iba a casa de su hermana
una temporada.
Cuando ella le preguntó que había hecho
con el dinero tuvo que contarle la verdad y que le dio el dinero para que se
marchase.
Dolores le juró que no volvería con él
jamás ni le dirigiría la palabra.
Pasados unos meses recibió una carta de
la mujer embarazada en la que le decía que el bebé nació muerto, pues ella
sufrió un accidente cayendo por las escaleras de la casa donde vivía y tuvieron
que hacerle la cesárea para extraer al niño muerto.
También le decía que pensaba volver al
pueblo haber si recuperaba el puesto de trabajo. Lo recuperó. Entonces le
preguntó a Fortu que con el dinero que le había sobrado que hacía,
respondiéndole que lo necesitaba puesto que se había quedado sin nada. Al poco
tiempo Fortu y Dolores se casaron.
Fortu hablaba algo pausado, como si
pensara lo que tenía decir y cuando tosía su cara se estremecía y llevaba las
manos al pecho.
En
cierta ocasión trabajando en la fábrica se empeñó en mover un palet lleno de
ladrillos y del esfuerzo sintió un intenso dolor, le llevaron al hospital. Se
le había formado una hernia según le dijo el médico. El no sabía explicar donde
tenía la hernia, solo decía que el medico le aconsejaba operarse pero le daba
miedo el quirófano, “eso de que te duerman” decía y no se animaba. A raíz de
aquello ahora tenía la baja permanente y muchas veces decía que se aburría, que
a gusto pudiera trabajar.
Acababa de llegar un tren que tenía
media hora de parada y entraron en la taberna dos señoras con dos caballeros y
un hombre solo que resultó ser el Jefe de estación y gritando este, para que
oyeran todos los que allí se encontraban.
--¿Dónde está el camarero? ¿Es que no
sabes servir a los clientes?—
Bernardo
estaba sirviendo dos tés y dos cervezas a las dos parejas que habían entrado
antes que el Jefe de estación.
--¿Es que no sabes servir lo que se te
pide?—
¡Quiero una cerveza bien fría!
A pesar de que los clientes habituales
ya le conocían al “boceras” como le llamaban, Bernardo se sintió un poco
avergonzado ya que las dos parejas no le conocían, le sirvió su cerveza, le
cobró y marchó de su lado.
Las parejas le preguntaron a Bernardo
haber quien era ese señor tan mal educado, les respondió que era el Jefe de
Estación y que siempre estaba de mal humor. El sabe que antes de estar aquí he
servido en un hotel de cinco estrellas de donde tengo una carta que reconoce mi
profesionalidad y ahora este salvaje dice a gritos que no se servir una
cerveza. Lo que más me molesta es que lo dice a gritos para que todo el mundo
oiga, aunque los clientes asiduos ya lo conocen, pero siempre me resulta
molesto.
En tiempos pasados la situación
económica de Bernardo era desahogada, pues sirvió de cocinero en dos hoteles de
lujo que pagaban bien a todos los empleados, ya que estaban siempre completos
pero decidió independizarse y montar en su pueblo una taberna, que es la que
regenta ahora que no le puso ningún nombre más que “Cantina” (aunque todos la
llaman taberna) y con ayuda de su mujer, Rosario, terminó vendiendo no solo
bebida, sino pan, fruta, prensa… pero no lograba acostumbrarse a las groserías
del Jefe de Estación.
Al pensar en su pasado en los hoteles,
el comportamiento tan amable de los clientes, ahora se avergonzaba de tener que
soportar al Jefe de estación, pero en general la gente del pueblo le trataba
educadamente, aunque a las noches había alguno que debido al exceso de bebida
armaba alguna bronca, pero de ahí no pasaba y entonces no le servía más bebida.
A media tarde Fortu volvía a la taberna
y de nuevo empezaba a hablar de la fábrica de ladrillos pero Bernardo no estaba
de humor pues todavía le dolían los gritos del “boceras” y no le atendió.
Ya de noche Fortu se despidió y se fue a
su casa.
Todavía era invierno, aunque faltaba
poco para la primavera (era finales de febrero) y además de frío nevaba a grandes
copos que se arremolinaban en el aire.
El camino, iluminado por la luna, que se
escondía por las nubes o por la arboleda que se extendía a ambos lados de las
vías del ferrocarril, dejaba oír un zumbido áspero. Los árboles infunden miedo
cuando un fuerte vendaval azota.
A los tres días Fortu fue a la taberna y
le contó a Bernardo el susto y el miedo que pasó, caminando por un estrecho
camino de piedra paralelo a las vías del tren, protegiéndose la cara con las
manos y empujado por el viento.
“Repentinamente apareció en sentido
contrario un carro rechinando en la curva del camino empedrado. El carro
cubierto de nieve y el cochero con una capa blanca que le cubría todo entero,
pues tenía una capucha también blanca, empleó el látigo sobre el caballo y pasó
a gran velocidad. Cuando me di la vuelta ya había desaparecido.
“Todo pareció una visión y entonces
apreté el paso, pues sentía miedo. Llegue
a casa y conté a mi mujer lo que
había visto en el camino, el carro cubierto de nieve y el cochero de blanco,
pero que desapareció tan rápido como apareció.
“Dolores me dijo que seguramente sería
el diablo, cerramos la puerta con cerrojo y nos pusimos a rezar, acabados estos
nos tranquilizamos, pero moví un sillón hasta la puerta y sentí un terrible
dolor, como no se aliviaba fui al
hospital acompañado de mi mujer. Sufría grandes dolores, lloraba amargamente,
ciertamente creía morir. Como sabes, estuve dos días en el hospital y ayer me dieron el
alta. Me recomendaron no hacer esfuerzos”.
Había perdido algo de peso pero en poco
tiempo ya se recuperó pero la voz de tenor ya no la recuperó, por muchos huevos
que le decían que comiese.
Este relato no parecía impresionarle a
Bernardo que no dijo nada y se dedicó a recoger el mostrador.
Estando en la taberna entró el alguacil
del pueblo con cara un tanto excitada. Conocía a casi todas las familias. Este era pelirrojo, carirredondo, al andar le
temblaban los pómulos, robusto, cuando no
estaba con sus superiores solía retreparse en el asiento pierna sobre pierna.
Era conocedor de la situación económica de casi todo el pueblo, pues además de
alguacil se dedicaba a hacer las declaraciones de la renta y hasta les había
vendido algunos caballos.
--¿Qué te ocurre? Le preguntaron.
Les contó que había aparecido un hombre
muerto a golpes a un kilómetro de la estación muy cerca de las vías del tren.
Que tenían de momento dos hipótesis, que unos desconocidos le hubieran matado a
palos para robarle o que el robo se hubiera producido en el tren y después lo
arrojasen por la ventanilla. En los bolsillos no tenía nada, ni documentación
ni dinero.
Fortu le contó lo que le ocurrió hace
pocos días cuando se dirigía a casa de noche y que todavía se le encogía el
estómago del miedo que pasó, y que su mujer le dijo que era el demonio.
El alguacil le preguntó a Fortu ¿te
importaría contar esto a mi jefe en la comisaría?
--¡No hombre! Cuando tú me digas iré.
Fortu le contó a Dolores lo comentado
con el alguacil, respondiéndole que le parecía muy bien y que ella le
acompañaría.
Al día siguiente Fortu y Dolores fueron a la
comisaría y contaron lo sucedido a Fortu. Dolores era la que más hablaba,
parecía que fue ella quien vio el carro con el cochero todo de blanco. Ella se
mantenía que era el diablo y que había matado a ese hombre. Por fin el
comisario pudo escuchar lo ocurrido por boca de Fortu, previa solicitud a
Dolores que se mantuviera callada, protestó pero obedeció.
Cuando terminó de contar Fortu al
comisario lo vivido aquella noche infernal le dijo al comisario que quizá el
Jefe de estación estaba enterado de algo, el comisario le respondió que ya
había intentado hablar con él, pero le llamaron de la central y ya salió de
regreso y el que esta en su puesto desde ayer no sabe nada ni conoce a nadie
del pueblo.
El comisario les dijo que ya podían
marcharse, que si había alguna novedad los avisarían.
Ese mismo día a la tarde el alguacil fue
a la taberna a tomar un trago y Fortu le preguntó si sabían ya quien era el
muerto, contestándole que no, que tenía la cara desfigurada y nadie le reclama,
por lo visto o no era de aquí o no tenía familia, además le habían llevado a la
ciudad para que le hicieran la autopsia.
Transcurrieron cuatro o cinco días y
llegó la autopsia.
Al ir por la tarde el alguacil a la
taberna, les dijo que el muerto era el Jefe de estación, que tenía la cara
desfigurada porque además de la paliza de
golpes a palos hasta matarlo, le echaron sosa cáustica.
--¿Se sabe quien ha podido ser? Preguntó
Fortu.
--¡No! será un caso muy difícil de
aclarar, porque a pesar de ser un gruñón, no hacía daño a nadie, por eso
creemos que no será gente del pueblo quien le haya matado. Se enviaron las
huellas dactilares a la Jefatura de Policía Estatal y nos confirmaron la
identidad del Jefe de estación.
Fortu le contó a Dolores lo que el
alguacil había contado. No hicieron más comentario.
Pasaron ocho o diez días y como de
costumbre el alguacil fue a la taberna de Bernardo pero no hizo ningún
cometario ni le preguntó nadie si sabía algo más del asesinato del Jefe de
Estación, pero pasado un rato comentó con Bernardo que el caso había sido
archivado. No hay indicios de quien o quienes pudieron hacer tal atrocidad.
Mientras hacía este comentario con el dueño de la taberna, entró Fortu y al ver
al alguacil le preguntó si tenían noticias sobre el caso, respondiéndole que le
comentaba a Bernardo, añadiéndole que no han logrado saber quien era el del
carro que vio aquella noche.
Es muy probable que se cruzara con el
Jefe de estación, le increparía al cochero y este le atizó semejante paliza, ya
decía tu mujer que era el diablo.
Este día Fortu se marchó antes que de
costumbre.
--¿A donde vas tan pronto? Le preguntó
Bernardo.
--Tengo un poco de trabajo en el jardín,
haber si lo termino-
Fortu fue deprisa a casa para contarle a
Dolores las noticias del alguacil. Se lo contó Fortu a Dolores con gesto
sonriente dijo: Hicimos un buen trabajo. ¿Qué has hecho con los guantes las
botas y los palos.
--Los he quemado en un fuego que hice
ayer con rastrojos y el ácido también.
José María Goikoetxea Anabitarte – 13 de
Julio de 2020
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