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E L C O L L A R (cuento) Basado en GUY DE MAUPASSANT Se miraba al espejo y se reconocía alegre y con encantos de princesa, pensaba que tenía que haber nacido en una familia de recursos. Pero de haber nacido en una familia como ella soñaba se hubiera casado con un hombre influyente, y hablarían de dote o compensación económica entre las dos familias, pero cuando regresaba a la realidad sabía que no tenía ninguna esperanza, ni ninguna manera de ser conocida, y querida, por la alta sociedad, no estaba casada con un hombre rico y distinguido. Se casó con un funcionario en la Delegación de Hacienda. No tenía la posibilidad de vivir con los lujos que ella soñaba y estaba obligada a llevar una vida simple, incluso desgraciada. Sufría porque anhelaba todas las delicadezas y los lujos. Miraba la casa y la veía pobre, mobiliario viejo e incluso algún sillón con la tapicería rota, toda la casa necesitaba una pintura y cortinas nuevas, pero tenía que estirar el sueldo de su marido y limitar los gastos a la realidad. Otra mujer de su nivel económico ni se hubiera dado cuenta pero a ella estas cosas la torturaban y la indignaban. Porque ella soñaba con habitaciones decoradas con buenas tapicerías y alfombras orientales e iluminadas con lámparas y pantallas de moda, como veía en las revistas de decoración. Soñaba con criados de uniforme y grandes salones con vitrinas llenas de valiosos objetos decorativos. Soñaba con salas perfumadas donde pasar horas y horas conversando con los amigos más íntimos, hombres famosos, halagados y deseados por todas las mujeres. Se sentaban en la mesa con un mantel de cuadros, de casa vulgar y su marido al ver lo que tenían para comer decía: “¡Ah, el cocido! ¡Es lo mejor que hay…!”, ella sufría por no poder ofrecerle, manjares servidos en bandejas brillantes y servidumbre esperando a atenderles con reverencias. Pero sin fortuna, sabía que su marido la quería y mucho y sabiendo que ella hubiera pretendido mayores lujos, ambos se querían y eso superaba a sus fantasías de riqueza. Ella no tenía vestidos de famosos modistos, ni joyas, ni nada. Lo que le gustaba era lo que no tenía. Y se sentía nacida para tenerlo. ¡Cómo le hubiera gustado complacer a todo el mundo, ser envidiada, seductora y atrayente Tenía una amiga que su marido era director de una empresa de telefonía que ganaba mucho dinero, una compañera del colegio de monjas, a la que no quería ir a ver porque después de visitarla se pasaba unos cuantos días llorando de pena y de frustración. Una tarde, su marido entró en casa con un aire triunfal. Llevaba en la mano un sobre grande y dijo: --Ten, una cosa para ti. Era una carta, con nervios rompió el sobre: La carta decía: “El Subsecretario de hacienda ruegan al señor y la señora Alcántara, hacerles el honor de asistir a la velada que tendrá lugar en la sede de la Subsecretaría el lunes 18 de enero”. --¡No pretenderás que vallamos! Yo no tengo ropa apropiada para rodearme de gente vestida con elegancia y enjoyada. No tengo nada para estar a su altura en lo que respecta a ropa. El marido se sorprendió, pues esperaba que su mujer se pondria contenta y entonces le dijo: --Pero, querida, pensaba que estarías contenta. Nunca tienes oportunidad de ir a una fiesta, esta es una buena ocasión, asistirá el mismísimo ministro. Me ha costado mucho conseguir esta invitación. Todo el mundo las quiere, son muy solicitadas y no se las dan a muchos empleados. Te encontrarás a mucha gente importante. Ella se lo miraba con irritación y dijo impaciente: --Precisamente por eso, porque irá mucha gente importante. ¡Si no tengo ropa para asistir a una fiesta! Él una vez más se sorprendió, pues no había pensado en eso: --Ponte el vestido de ir al teatro. Está muy bien… Entonces se calló, sorprendido al ver que dos lágrimas se deslizaban por la mejilla de su mujer. Y le preguntó. --¿Qué tienes? ¿Qué te ocurre? Haciendo un sobre esfuerzo, ella controló la pena y le respondió con calma, mientras se secaba las mejillas húmedas: --Nada. No tengo ropa para ponerme y, por tanto, no puedo ir a esa fiesta. Dale la carta a algún compañero que tenga una mujer que pueda ir más bien vestida. El estaba desolado e insistió: --A ver, Matilde, ¿Cuánto te costaría comprarte ropa adecuada, que pudieras aprovechar para otras ocasiones? Ella se lo pensó durante unos segundos, calculando que cantidad podía pedir y que su marido pudiera aceptar. Finalmente dijo dudosa… --No lo sé exactamente, pero me parece que con 400 euros bastaría. El palideció un momento, porque tenía reservada precisamente esa cantidad para comprarse un fusil, para ir de cacería el verano siguiente, con unos cuantos amigos que iban a cazar. Pero respondió: --Pues venga, hecho. Te doy los 400 euros, pero que sea un vestido bien bonito. El día de la fiesta se acercaba y, sin embargo, Matilde parecía triste, inquieta, a pesar de que ya tenía un vestido listo. Su marido le preguntó una noche: --¿Qué te ocurre? Hace unos días que estas muy extraña. --Me molesta no tener ninguna joya que ponerme. Tendré un aire pobre, como siempre. Creo que prefiero no ir. --Puedes ponerte flores naturales. Está muy de moda. Por 20 euros puedes tener dos o tres rosas magníficas. Le propuso él Pero ella no estaba para nada convencida. --No, no hay nada más humillante que tener un aspecto pobre en medio de mujeres ricas. Su marido exclamó --¡Que tonta eres! No todas son ricas, la mayoría son de nuestro nivel. Ve a ver a tu amiga López de Riga que siempre va enjoyada y que te deje alguna joya. Le tienes suficiente confianza. Ella chilló de alegría.--¡Es verdad!-- ¡No lo había pensado! A la mañana siguiente fue a casa de su amiga y le explicó la situación en la que se encontraba. La señora López de Riga fue hasta su armario espejo, sacó un cofre, lo llevó donde estaba ella y le dijo: --Escoge el que quieras, querida. La señora Matilde vio brazaletes, un collar de perlas, una cruz veneciana, oro y pedrería muy bien trabajadas. Se probó todas aquellas joyas delante del espejo y ninguna le satisfacía suficiente. --¿No tienes nada más?—pedía --Sí, busca. No sé qué puede gustarte más. De repente descubrió en una cajita forrada de satén negro, un collar de diamantes. Era magnífico. El corazón le latía con un deseo irresistible. Las manos le temblaban cuando lo cogió. Se lo puso alrededor del cuello, encima del vestido que llevaba y se quedó extasiada mirándose. Después preguntó, dudosa, angustiada: --¿Podrías dejármelo? Solo este… --Sí claro que sí. Ella saltó al cuello de su amiga, la abrazó con energía y después se fue con su tesoro. El día de la fiesta llegó. Matilde de Alcántara tuvo un gran éxito. Era la más elegante, graciosa, sonriente y alegre. Todos los hombres la miraban, preguntaban cómo se llamaba y querían bailar con ella. Incluso el ministro se dio cuenta. Bailaba dejándose llevar, embriagada de placer por el triunfo de su belleza. Era admirada y era feliz despertando el deseo a su alrededor. Su marido, desde la media noche dormía en un pequeño salón donde había otros señores cuyas mujeres se divertían mucho. Se fueron hacia las 4 de la madrugada. El marido le puso sobre los hombros el abrigo que había traído para cuando se fuesen: era una ropa ordinaria que nada tenía que ver con la elegancia del vestido de baile. Ella quería huir de allí antes de que las otras mujeres, las que iban con abrigos de pieles, se dieran cuanta. Su marido la retenía. --Espera. Cogerás frío afuera. Llamaré a un taxi. Pero ella no lo escuchaba y bajaba rápidamente las escaleras. Cuando estuvieron en la calle, no encontraron ningún taxi libre y se pusieron a llamar a los que veían a lo lejos. Bajaron las escaleras, desesperados temblando. Finalmente encontraron más adelante un taxi. Los llevó hasta la puerta de su vivienda, en la calle de los Mártires, y subieron a casa con aire triste. Para ella todo había terminado y él solo pensaba que a las 10 de la mañana tenía que estar en el Ministerio. Ella se miró una última vez delante del espejo, para disfrutar de su gloria. Pero de repente soltó un grito. Su marido ya a medio desvestir, preguntó: --¿Qué ocurre? Ella se giró hacia él aterrorizada: --No… no… ¡no tengo el collar de la señora López de Riga! El se enderezó desconcertado: --¿Qué? ¡No puede ser! Lo buscaron en los bolsillos del abrigo, entre los pliegues de la ropa, por todas partes. No lo encontraron. Él le preguntó: --¿Estás segura de que lo llevabas cuando hemos salido del baile? --Sí, segura. Cuando hemos salido del Ministerio lo llevaba. --Pero, si lo hubieras perdido en la calle, lo hubiéramos oído caer. Debe estar en el taxi. --Es posible. ¿Has cogido su número? --No. Y tú, ¿te has fijado? --¡No! Se miraron aterrorizados. El Sr. Alcántara se volvió a vestir y le dijo a su esposa: --Haré de nuevo todo el camino que hemos hecho a pie para ver si lo encuentro. Ella se quedó en casa con su vestido de fiesta, sin fuerzas para meterse en la cama, abatida sobre una silla. Hacia las 7 de la mañana su marido volvió. No había encontrado nada. Fue a la prefectura de la policía, fue a los diarios para ofrecer recompensa, llamó desde otro taxi a la compañía de radio taxi y a cualquier sitio que le pasaba por la cabeza y le daba alguna esperanza. Ella estuvo toda la noche esperando agitada ante aquel desastre. El señor Alcántara hundido, pálido. No había encontrado nada. ---Es necesario que escribas a tu amiga: le dices que se rompió el cierre del collar y que lo has llevado a arreglar, esto nos dará tiempo para encontrarlo y devolvérselo. Ella lo hizo. Pasada una semana habían perdido toda esperanza, y el Sr. Alcántara, que había envejecido 5 años de golpe, dijo: --Tendremos que reemplazar esta joya. A la mañana siguiente cogieron el estuche del collar y fueron a la casa del joyero que constaba en la caja, pero les dijo: Este collar que me describe, no lo he vendido yo, señora; solo el estuche es mío. Entonces fueron de joyero en joyero buscando un collar similar, enfermos ambos de pena y de angustia. En una Joyería del Paseo de la Castellana, vieron un collar de diamantes muy parecido al que buscaban. Valía 40.000 euros, pero se lo dejaban por 36.000. Pidieron al joyero que se lo reservara durante tres días y pactaron que se lo recompraría por 34.000 euros si encontraban el collar perdido antes de finales de febrero. Alcántara tenía 18.000 euros que le había dejado su padre. Para el resto tendría que pedir un préstamo. Reunieron el dinero pidiendo 1.000 euros a uno, 2.000 a otro y así a otros, firmó pagarés sin saber si podría devolver el dinero, hizo tratos ruinosos con todo tipo de usureros y prestamistas. Asustados por la angustia de su futuro, por la miseria que se les venía encima, fue a buscar el nuevo collar. Cuando Matilde le devolvió el collar a la señora López de Riga, esta le dijo con aire ofendido. --Tendrías que habérmelo devuelto antes, porque podría haberlo necesitado. No abrió el estuche y su amiga se tranquilizó. Si se hubiera dado cuanta del cambio, ¿Qué hubiera dicho? ¿Hubiera pensado que era una ladrona? Matilde y su esposo conocieron a partir de entonces la horrible vida de los necesitados. La afrontaron, de entrada, heroicamente. Tenían que pagar la deuda y la pagarían. Abandonaron la casa y alquilaron otra, una buhardilla. Matilde tuvo que hacer todas las tareas de la casa. Despidió a la señora que le hacía la limpieza, lavó los platos grasientos y el fondo de las cazuelas. Enjabonó las sábanas sucias, las camisas y los trapos, que dejaba secar sobre una cuerda. Cada mañana bajaba a la calle con la basura en la mano, y al regresar subía las escaleras parándose en cada rellano para rehacerse pues no tenían ascensor. Vestida como una mujer de pueblo, con la cesta en el brazo, iba a la tienda del frutero, del droguero, del carnicero, regateando, defendiendo cada céntimo. Cada mes debía liquidar algunos pagarés, renovar otros. El marido trabajaba día y noche. Al anochecer, pasaba a limpio las cuentas de un comerciante y por la noche, a menudo hacía copias a 25 céntimos la página. Y esta vida duró 10 años. Pasados 10 años, lo habían devuelto todo con todos los intereses. Ahora Matilde se veía vieja. Se había convertido en una de esas señoras fuertes y duras de los hogares pobres. Iba mal peinada con la falda mal trecha y las manos rojas; hablando gritando. Pero, a veces, cuando su marido estaba en el despacho, se sentaba cerca de la ventana y pensaba en aquella velada, en aquel baile, donde ella había sido tan bonita y festejada. ¿Qué hubiera pasado si no hubiera perdido el collar? Quién sabe. ¡La vida cambia tanto! Un domingo que había ido a dar una vuelta por el Parque del Retiro para rehacerse de las tareas de toda la semana, vio a una mujer que paseaba a un niño. Era la señora López de Riga, que seguía viéndose joven, bonita y seductora. Matilde se sintió conmocionada. ¿Le hablaría? Sí, ¿Por qué no? Ahora que ya había pagado, se lo explicaría todo. Se le acercó. --Buenos días, Jema. En un primer momento, no la reconoció, sorprendida de que una desconocida la saludara. Luego balbuceó. --Pero… señora… No sé… os debéis equivocar. --No, soy Matilde Alcántara. Su amiga chilló. --Oh, pobre Matilde. Cómo has cambiado… --Sí, he tenido días muy duros desde que nos vimos, y muchas miserias. Y todo por tu causa. --¿Mía? ¿Por qué lo dices? --¿Te acuerdas de aquel collar de diamantes que me dejaste para ir a la fiesta de la Subsecretaría? --Sí. ¿Y qué? --Pues lo perdí. --No puede ser. Pero si me lo devolviste… --Te devolví uno similar. Y hace 10 años que lo estamos pagando. Ya puedes suponer que no nos ha sido fácil, que nos hemos quedado sin nada… En fin, ahora ya ha terminado y, al menos, estoy contenta. --¿Estás diciendo que compraste un collar de diamantes para sustituir el mío? – Le preguntó la señora López de Riga. --Sí. ¿No te diste cuenta, verdad? Los dos collares eran muy parecidos. Y lo dijo sonriendo, con una alegría orgullosa e ingenua. La señora Jema, muy emocionada le cogió ambas manos: --Oh, pobre Matilde. Pero mi collar era falso, ¡Como máximo valía 500 euros! San Sebastián, 26 de marzo de 2021 José María Goikoechea Anabitarte

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